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miércoles, 22 de octubre de 2025

Las dos miradas

     El poeta Paul Valéry formuló en su lengua esta máxima: «Regarder c’est oublier le nom des choses que l’on voit», que quizá podríamos traducir como “Ver (o, si se prefiere, 'mirar') es olvidar el nombre de las cosas que se ven (o que vemos)”. La frase proviene del ensayo Degas, Danza, Dibujo (1936), un homenaje que brinda el poeta al pintor Edgar Degas y una reflexión sobre la naturaleza del arte pictórica. 
 

     Valéry deja caer esa frase en un párrafo donde contrasta la mirada del artista con la del filósofo Blaise Pascal como figura emblemática del pensamiento abstracto para ilustrar cómo incluso una mente tan poderosa como la suya puede errar al juzgar las artes plásticas si se deja llevar por las categorías del intelecto. De alguna manera está contraponiendo la experiencia visual, con la intelectual. Cuando Valéry dice que Pascal “no sabía mirar, es decir, olvidar los nombres de las cosas que se ven”, está formulando que ver verdaderamente, que es lo que quiere decir mirar, implica desprenderse del lenguaje y de los conceptos previos, dejar de reconocer las cosas por su nombre y permitir que se presenten como lo que son, sin la mediación verbal del lenguaje y las palabras. 
 
    En otras palabras, “olvidar los nombres” es despojar la mirada de todo saber previo para acceder a la experiencia directa de lo visible como si fuera la primera vez que abrimos los ojos, tal como hace el artista —y especialmente el pintor— en su relación con el mundo, y, podríamos añadir, el niño con su prístina mirada cuando ni siquiera conoce todavía los nombres de las cosas que ve porque no ha adquirido el lenguaje de su tribu. 
 
    También en la misma obra escribe Paul Valéry a propósito de 'observar', un aparente sinónimo de 'regarder', pero en realidad no hay sinónimos que valgan lo mismo en ninguna lengua,  que «Observer, c’est, pour la plus grande part, imaginer ce que l’on s’attend à voir», que viene a ser “observar es para la mayoría de la gente imaginar lo que se espera ver”. Aquí Valéry señala el mecanismo mental opuesto, propio del observador común o científico: quien “observa” suele proyectar a través de palabras, es decir, las ideas sobre el mundo que tiene, sus propias expectativas, sus esquemas y opiniones personales. No ve lo que está ahí, lo que tiene delante, sino lo que cree que hay. Observar, por tanto, implica una mirada mediada por la imaginación anticipatoria, por la memoria y la costumbre. 
 
Afgano invisible con la aparición, sobre la playa, del rostro de García Lorca, en forma de frutero con tres higos. Salvador Dalí (1938) 
 
    Ambas reflexiones sobre la mirada son complementarias al mismo tiempo que se contradicen: Mientras que observar, en el sentido común y corriente del término, pero también en el científico, implica reconocer, nombrar, confirmar lo previsto, es decir, creer; mirar, en el sentido de ver lo que hay de verdad, implica olvidar, desnombrar, abrirse a lo imprevisto, es decir, pensar, reflexionar, que es decir-que-no a lo que se cree, a las ideas previas que se tienen. 
 
    Valéry distingue así dos miradas: la que se subordina a las ideas y conocimientos previos, lo que él llama 'observer', que no es ver lo que hay sino proyectar lo que se cree, y la que aspira a una visión inmediata, sin la intervención de las ideas preestablecidas o prejuicios, sin palabras, previa al lenguaje, lo que él llama 'regarder'.
 
 El ensayo, Edgar Degas (c 1873-78)
 
    En el contexto del ensayo de Paul Valéry donde deja caer estas observaciones, Edgar Degas encarna la auténtica mirada, la que no consiste en aplicar ideas previas ni confirmarlas, sino en ver como si fuera la primera vez la danza de sus bailarinas, despojando la mirada de la rémora de todo lo aprendido en un esfuerzo por recuperar lo visible antes de que el lenguaje lo capture.

miércoles, 13 de abril de 2022

¿Bailarinas rusas o ucranianas?

      La National Gallery de Londres, muy políticamente corregida y correcta ella, ha cambiado en el colmo de la corrección política el título del cuadro "Bailarinas rusas" de Edgar Degas (1834-1917) por el de "Bailarinas ucranianas", porque, al parecer, los colores nacionales de Ucrania que están ahora tan de moda por doquier (el amarillo que recuerda el color dorado de los campos de trigo y el azul cristalino del cielo despejado) adornan el pelo da las bailarinas en forma de cintas. 

 

    No es extraño que alguien se haya fijado en ese detalle, habida cuenta de que los colores de esa bandera nos bombardean por todas partes en la actualidad, siendo los más publicitados por todos los poderes públicos.

 

Tres bailarinas rusas, Edgar Degas (1899)
 

    Al parecer, la actuación de un grupo de ballet ruso en el Folies Bergère de París en 1895 inspiró a Degas a la hora de pintar esta escena, en la que podemos contemplar a tres bailarinas del este de Europa -no vamos a discutir sobre su nacionalidad- en un paisaje imaginario. La obsesión del pintor, solterón impenitente, era captar el movimiento femenino y plasmarlo congelado en un lienzo como si fuera una fotografía. 

    Varios grupos de danzas de Europa del Este visitaron París a finales de la década de 1890, actuando en los cabarés de la ciudad de la luz, en el Moulin Rouge, en el Folies-Bergère, en el Casino de París y hasta en un tugurio de Montmartre, cerca de la casa del pintor. Este pastel que ha renombrado la National Gallery en particular, puede haber sido uno de los tres que muestran ‘bailarinas con trajes rusos’ que Degas mostró a un visitante de su estudio en 1899. 

    Discusión bizantina como ella sola, la de la nacionalidad o bandera de estas bailarinas, sobre todo en una época en que las naciones no estaban tan delimitadas como pretenden estar ahora, ya que nos estamos remontando a una época en que Rusia tenía un significado mucho más amplio que en la actualidad: era la Madre Rusia, la Rusia del Imperio de los zares, anterior a la Rusia Soviética y a la URSS, ese otro Imperio que acabó derrumbándose también, una Rusia que no coincide con la actual. En todo caso esta polémica -palabra que procede del griego πόλεμος (pólemos), que significa 'guerra'- recuerda a aquella disputa trivial de los dos conejos sobre si sus perseguidores eran galgos o podencos. No resultan, además, estos tiempos revueltos en los que vivimos buenos para escudriñar en las esencias nacionales y patrióticas de otros tiempos.

    

    En todo caso, estas bailarinas rusas o ucranianas, si no era lo mismo entonces lo uno que lo otro en las postrimerías del siglo XIX,  mientras siguen levantando las piernas bajo sus faldones y bailando y dejando que pensemos lo que nos venga en gana, parecen reírse un poco de nosotros y de nuestra controversia.