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jueves, 20 de enero de 2022

La metáfora pedagógica del Buen Pastor

  
    Denuncia Emmánuel Lizcano en su libro Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones que el mundo en el que vivimos es una pura simulación, y que la realidad, por lo tanto, es igualmente ficticia. Vivimos en un mundo de representaciones, en una magnífica ficción que, como todos creemos en ella, se ha hecho real, se ha realizado, lo que no quiere decir, por otra parte, que sea verdadera: es falsa, como todo simulacro, una ilusión, un engaño.

    Uno de los mecanismos más potentes que tiene el lenguaje que utilizamos y que nos utiliza a nosotros es la creación y empleo de metáforas que son tanto más eficaces cuanto más nos pasan desapercibidas. Cuando usamos una metáfora y no una simple comparación, estamos viendo una cosa como si fuese otra, o desde la perspectiva de otra, porque una metáfora es una transferencia, una traslación que conlleva otro punto de vista. Cambiar de metáfora es cambiar de perspectiva. No nos referimos sólo a las poéticas, figuras estilísticas o retóricas, sino sobre todo a las políticas y cotidianas, aparentemente inofensivas si no fuesen falsificadoras. 



    Hay metáforas que están tan generalizadas que ya no nos damos cuenta de su condición metafórica; son las que Lizcano denomina “metáforas que nos piensan”, porque creemos que estamos usando una figura estilística o retórica y resulta que es una idea que está incrustada en nuestro cerebro y condicionando nuestro pensamiento y nuestra forma de razonar. Creemos que estamos diciendo algo muy original y resulta que estamos repitiendo una idea inculcada como si fuese un mantra, idea que, a modo de espejo cóncavo, deforma la realidad distorsionándola de una forma esperpéntica y valleinclanesca. El lenguaje no es un simple espejo que refleja la realidad, sino el poderoso artefacto taumatúrgico que la crea y la recrea.

    La crítica de estas metáforas que utilizamos inconscientemente a veces y que nos utilizan a nosotros, sus supuestos usuarios, permite socavar creencias muy arraigadas, cuestionar cantidad de cosas que damos por sentadas, desenmascarar ficciones que creemos certidumbres.


Estatuilla de mármol del Buen Pastor


    Leyendo a Pedro García Olivo, por ejemplo, encuentro una de esas metáforas: la del profesor como pastor, es decir, como educador, en el sentido de formador de la personalidad holística, integral del alumnado. El maestro y el profesor no son según esta metáfora 
meros transmisores de conocimientos, alguien que enseña algo, sino alguien que trata de formar y modelar la personalidad de sus pupilos a modo de Pigmalión que vela por su seguridad y aun por su salvación, o el alquimista que se empeña en sacar oro de donde no lo hay. 

    La metáfora pedagógica del profesor como pastor del rebaño es una ficción, una falsedad que interesa que sea real desde el momento en que se define a este como educador y no como mero enseñante, pero que puede desmontarse, y que García Olivo desmonta habitual- y lúcidamente como buen antipedagogo que es contraponiéndole otra y proponiéndonos por lo tanto un cambio de perspectiva: el profesor no es el pastor del rebaño, el Buen Pastor según la mitología cristiana que salva a la oveja descarriada, no; el profesor es, mercenario a sueldo del Estado y/o del Capital, él también, parte y no la menos importante sino pieza fundamental por cierto del sistema,  es el perro guardián del rebaño y también y por lo tanto, sin embargo, nos guste o nos disguste, un borrego más.
 
    Recordemos el proverbio georgiano de que la oveja siempre temió al lobo, ese peligro indefinido que acechaba lejos del rebaño y del redil, pero fue finalmente el pastor, el Buen Pastor, quien la llevó al matadero a sacrificarl. Al final se reveló que el Buen Pastor era de alguna forma el mítico lobo lengedario, el matarife, el enemigo de los corderos que so pretexto de criarlos y cuidarlos, para lo que les inculca el miedo a la libertad a fin de que acepten el redil y el rebaño, acabará sacrificándolos. 
 

    Quizá no esté de más tampoco recordar a Blanquita, la cabra de aquel buen pastor que era el señor Seguín, que prefirió una noche de libertad a toda una vida atada mediante una soga a una estaca.