¿No era yo, Anacreonte, aquel / viejo verde tras dulce amor, / borrachuzo de bacanal, / sátiro pederasta
chocheante y corriendo en pos, / libertino, de juventud / que pasó para no volver / nunca más a vivirse?
A esa niña de Tracia, que es / una potra salvaje, yo / domaría, jinete, bien / cabalgándola al trote.
Me hace ella ascos a mí por ser / ya algo viejo y se va de mí / con pipiolos de tierna edad / a chupársela a ellos.
Va diciendo que yo no soy / ya su tipo, que peino mil / canas, cosa que sí, es verdad / que no puedo negarla.
Pero se me levanta aún, / y a pesar de vejez senil, / se me pone de tiesa más / que una estaca bien dura.
Cleobulo me fascinó, / un efebo también en flor, / me volvió majareta a mí, / tocho y ciego perdido.
Otra vez y de nuevo yo / vuelvo a enamorarme y no / me enamoro, que ya no sé / si es amor lo que siento.
Amo y no amo, me vuelvo y no / loco, víctima de un amor / de ese dios hideputa que es / Eros, que me subyuga.
Cleobulo me enhechizó. / Ya no puede morir: que le he / dado yo la inmortalidad / de vivir en el verso.
¡Viva, bébelo, el día de hoy / que es el único día que hay / sin recuerdos de ayer, sin más / proyección de futuro!
Nunca yo me arrepentiré / del amor que tomé y que di, / me arrepiento de aquel que no / pude dar, y me pesa.
Alzo el cáliz para olvidar / todo lo que dejé de amar, / bebo y hago la libación / de la miel de este vino.
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