Héroes
monstruosos.- Hay
héroes que a fuerza de luchar contra los mostros para liberarnos de su
maléfico influjo acaban pareciéndose a los propios endriagos contra
los que combatían. Así pues, los legendarios caballeros andantes
acaban convirtiéndose en los fabulosos dragones y basiliscos de los
romances antiguos de los libros de caballerías contra los que
lidiaban, como si se reencarnaran en los mostros que ellos mismos
crearon a fin de combatirlos.
El sonido del silencio.- Podemos
oír el sonido estremecedor de un trueno, la melodía de una flauta
que suena desgranada en la lejanía como el viento, el latido de
nuestro propio corazón, el canto armonioso de un pájaro al
amanecer. ¿Es posible, sin embargo, que en medio de tanto ruido como
hacen las máquinas y tamaño alboroto como vivimos podamos oír y
escuchar siquiera una sola vez las notas musicales del silencio que
nos arrebata con el suave susurro de su dulce y casi imperceptible
melopea y nos aporta, como diría el poeta Manuel G. Prada, “la
anestesia del olvido"? Un sonido preñado de profundo silencio
sería la canción inaudita del universo entero. ¿Podemos prestar
oído y atención a ese sonido hondo del silencio, ajenos al
despertador que nos levanta del lecho a toque de diana todas las
madrugadas, y movernos al compás de las tácitas ondas de su
sintonía?
Las Aguas del Leteo por las llanuras del Elisio, John Roddan Spencer Stanhope (1880)
El
mal menor.- Elegir
entre dos males el mal menor no es, digan lo que digan, un buen
negocio. Entre dos males no hay que elegir ninguno: esa es la mejor
elección.
Consumo
ergo sum.- Modifiquemos
el “Cogito, ergo sum” o “Pienso, luego existo” de Descartes,
por un: Consumo, ergo sum: consumo, por lo tanto, me consumo, lo que
significa que existo. Soy un consumidor de existencias, de mi propia
existencia en primer lugar. Dicho de otro modo: Sufro, luego existo.
El dolor te hace sentirte vivo, te hace existir, porque la existencia
es sufrimiento puro, auténtico dolor, como un diamante incandescente
en estado bruto.
El
otro jueves.- Este
mundo no es nada del otro jueves, del jueves inexistente que no forma
parte de la semana. Este mundo no es nada, valga la redundancia, del
otro mundo, que es el que todos llevamos en nuestros corazones, el
que todos llevamos dentro. Llevamos un mundo nuevo dentro de nuestros
corazones, como dicen que dijo el anarquista Buenaventura Durruti, un
mundo que se rebela contra este.
Cosas
que me encantan. -Me
encanta callejear, caminar sin rumbo fijo en una ciudad desconocida,
es decir, en mi ciudad, la ciudad que creo conocer y en realidad
desconozco, pasear sin ningún objetivo concreto ni prisa, sin plano
ni guía turística; es la única forma que conozco de conocer, valga
la redundancia, una ciudad desconocida como la que conozco como mía:
pateándola, descubriéndola a cada paso.
Detalle de 'Las Aguas del Leteo por las llanuras del Elisio'.
Puntualidad.-
Me encanta no llevar reloj. Y,
paradójicamente, me gusta ser puntual. Siempre llego a mis citas
antes de tiempo. Prefiero esperar a que me esperen. Odio la dictadura
del reloj en la que vivimos en este mundo moderno. Si debo
subordinarme a él es por razones laborales; en cuanto puedo me libro
de él, me libero del trabajo. De todas formas el peor reloj que hay
no es el de pulsera, sino el despertador: ese es el que más odio, el
que nos despierta a toque de diana como en el cuartel. Me encanta
despertar con el canto de los pájaros y los rayos del sol entrando
por la ventana o las rendijas de la puerta, no que me despierte el
despertador.
Sumisión a las autoridades. ¿Cómo
es posible que los galenos estén tan sometidos a los mandatos
gubernamentales de las llamadas autoridades sanitarias como para
perder el más mínimo espíritu crítico y negarse a admitir que
estamos asistiendo al fracaso de la vacunación? ¿Quién puede dejar
de ver, a no ser que sea un lacayo del gobierno o un mozo de botica a
sueldo de los laboratorios farmacéuticos, que una inyección que hay
que repetir cada tres meses no es una vacuna sino un producto que
estimula el virus, sobre todo cuando ni evita ni el contagio ni la
transmisión de la enfermedad?.
Odio
libre.- Más que
predicar el amor libre, vamos a propugnar aquí el odio libre hacia
todas las instituciones, pero no hacia las personas de carne y hueso,
pobrecitas ellas; casi ninguna se merece nuestra aversión, sólo las
que tienen mucha personalidad, una personalidad arrebatadora que nos
arrolla a los demás avasallándonos. Odio libre, liberación del
odio, pues, a muerte a todas las instituciones. Gracias al odio a las
instituciones, dejo de ser el que soy, es decir, el sustentador de la
institución que más odio, la primera de todas: el último reducto
de Dios: yo mismo.