Vivo en Santander, la novia del mar, pero prefiero mil veces los días soleados vivir de espaldas al mar, y quedarme leyendo un libro en casa tranquilamente o escuchar música antes que hacer cola para acceder al aforo limitado, restringido y controlado de la playa de El Sardinero, donde al parecer circula un virus de una virulencia letal y muy contagioso, y antes que tostarme la espalda y la barriga, y achicharrarme con las debidas precauciones profilácticas, eso sí, como hace el bañista que se protege del Sol plastificándose.
Las autoridades sanitarias higienistas y autoritarias, valga la redundancia, malditas sean, le han puesto puertas al mar, o eso han pretendido convirtiendo la playa de El Sardinero en un recinto. Ya el verano pasado hicieron lo mismo, y yo también quedándome en casa los días de playa. No entiendo cómo hay que hacer cola para entrar a un lugar público al aire libre y abierto a la brisa marina y al agua de la mar salada, de lo más sano y saludable que hay.
Ayer, que estuvo el día nublado y aun morrinaba, como decimos aquí cuando llovizna ligeramente, fui sin embargo a dar un paseo a la vera del mar, por la arena, dejando que las olas bañaran mis pies descalzos, sin tener que guardar colas para acceder, sin cadenas que cierran el acceso libre por las escaleras y las rampas, y sin que ningún policía uniformado me dijera amable- o desabridamente, según su estado de ánimo, por dónde tenía que entrar y por dónde que salir.
También merodeaba por allí la policía, que desde sus vehículos repetía por megafonía la matraca del consabido mensaje: que se guardase la distancia interpersonal o, en su defecto, se utilizase la mascarilla. También se repetía que si la playa superaba el aforo se procedería inmediatamente al cierre y desalojo de la misma, pese a que había marea baja con una impresionante bajamar y muy poca gente como yo paseando bajo la fina morrina.
Cavilaba, imbuido yo en mis pensamientos, sobre el homo sanitarius, no sé cómo se me ocurrió el latinajo, que es el último eslabón de la evolución del chimpancé humano entrado en el siglo XXI de la era cristiana, que aterrorizado por la perspectiva de su mortalidad, se empeña en hacerse y hacernos a los demás la vida imposible so pretexto de salvar vidas con su paradójico modo de actuar, que consiste en dejar de vivir, renunciar a la vida, para alcanzar la salvación, lo que antes se llamaba la vida eterna o inmortalidad, y ahora, simplemente, la salud inalcanzable como la zanahoria que le ponen al burro delante de las orejeras para que arree. El homo sanitarius, como Moisés, no entrará jamás en la Tierra Prometida del Futuro.
En mis oídos resonaba, bajo la menuda morrina, una tarantela napolitana en tono hipodórico para levantar el ánimo y celebrar el don maravilloso de la música, capaz de resucitar a los muertos vivientes en vida en estos duros tiempos de peste y ensañamiento y en medio de tanta cantilena terrorista, como dice el amigo Eugenio.