El
hombre moderno, al igual que sus antepasados, cree en mitos. Es verdad
que suelen ser un tanto prosaicos, si los comparamos con los de
cualquier mitología tradicional, pero son mitos al fin y al cabo, verbigracia
el Progreso, Europa, la Ciencia, la Democracia, las Nuevas
Tecnologías... Son tan efectivos y eficaces que su carácter irracional
puede pasarnos a poco que nos descuidemos desapercibido, pero no cabe
duda de que actúan poderosamente dentro de nosotros como resortes
poderosos capaces de dirigir nuestro pensamiento y su conducta.
Analicemos,
por ejemplo, uno de estos mitos: el de la autoctonía,
relacionado, obviamente, con el de la MadreTierra. La palabra autoctonía procede de la raíz
indoeuropea *dhghem- "tierra", de donde el término griego χθών chthón "tierra, país" -de ahí autóctono- y las latinas humus “tierra”, homo "hombre" y humanus.
Autóctono, pues, significa “que ha nacido en la misma tierra en la que
reside”. Se trata de una metáfora botánica que equipara la vida de las
personas con los árboles y las plantas, que carecen por definición de
capacidad de automoción. En
torno a esta metáfora de que las personas son árboles que hunden sus
raíces en la tierra surge el mito de la autoctonía, con el que se
relaciona el ritual funerario de la inhumación.
Disponemos,
sin embargo, en nuestra literatura castellana de otra metáfora bien
distinta que compara la vida humana no con árboles que echan raíces y
crecen verticalmente, sino con el curso de los ríos. Aparece en las
coplas que Jorge Manrique consagró a la muerte de su padre, donde se
dice nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir.
¿Somos vegetales que necesitan anclarse en la tierra y echar raíces o
somos ríos que fluyen constante- y horizontalmente, y reciben la afluencia de otras
corrientes en su carrera hacia la mar? Según optemos por una u otra
metáfora, nos estamos decantando por un modelo de vida sedentario y por
el establecimiento en el lugar de nacimiento como los aborígenes o por el nomadismo, la
trashumancia y el vagabundeo desarraigado, que consiste en estar siempre
de paso sin asentarnos nunca del todo en ningún lugar definitivo.
Contra el orgullo nacionalista de haber nacido en el sitio donde se vive se revuelve a veces la voz del pueblo, que exclama: Uno no es de donde nace, sino de donde pace.
Contra el orgullo nacionalista ateniense, se rebelaron los filósofos
cínicos. En primer lugar, Antístenes, que era hijo de padre
ateniense y madre tracia, como la madre de los dioses, decía él con
orgullo, reprochándoles a los atenienses que se jactaban de ser hijos de
la tierra de que su origen no era más noble que el de los caracoles y
las langostas del país. Y se rebeló también Diógenes, otro filósofo
cínico, quien ἐρωτηθεὶς πόθεν εἴη, "κοσμοπολίτης," ἔφη, preguntado de donde era, dijo “ciudadano del mundo”, acuñando el término hoy bastante devaluado de 'cosmopolita' o ciudadano del universo. Contra el orgullo nacionalista de haber nacido en algún sitio, cantó el gran Georges Brassens la Ballade des gens qui sont nés quelque part, dedicada a los 'imbéciles felices de haber nacido en alguna parte', a los que maldice de esta guisa: "Malditos sean esos hijos de... madre patria".
El mito
de la autoctonía parece que nació en Atenas, y está relacionado con la diosa
Atenea que dio nombre a la ciudad, pues del semen que derramó Hefesto en
los muslos de la virgen, cuando intentó poseerla, y que ella se limpió con un paño de
lana que arrojó al suelo, surgió de la tierra fecundada con la simiente del dios,
Erictonio, el primer ateniense nacido de la tierra. Y el único autóctono, a decir
verdad, pues todos sus descendientes lo serán de él por filiación, pero
no ya directamente de la tierra como había nacido él. Y la diosa, en la
disputa por el patronazgo del Ática, que tuvo con Posidón, plantó un olivo en la
acrópolis. Si el dios del mar clavó su tridente y le regaló a la ciudad
un mar de agua salada, la virgen le ofreció no sólo el árbol que arraiga, que
nace de la tierra, y del que nacen las olivas y el aceite, sino también la metáfora que nos
condena al arraigo y al sedentarismo.
El mito
de la patria está relacionado con el de la madre Tierra. La patria, de hecho,
es en su origen en latín no un sustantivo, sino un adjetivo que determinaba a la palabra
“terra”, y que, omitida esta, acabó reemplazándola y sustantivándose: la tierra
del padre de uno. Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco y del lema «Euzkadi
Euzkaldunon Aberria da» (Euscalerría o Vasconia, como se decía en castellano, es la patria
de los vascos), acuñó precisamente el neologismo “aberri”, que no
existía en eusquera, sobre aba (“padre”) y herri (“país”), a
imagen y semejanza de “(tierra) patria”, de donde deriva después con el sufijo
-(t)zale que quiere decir “amante” la palabra abertzale que en vascuence
significa “patriota” o, si se quiere, “nacionalista”. Se llegó a decir que uno
era un vasco “de pura cepa”, por ejemplo, cuando tenía al menos cuatro u ocho
apellidos vascos. Sin embargo, el hecho de haber nacido en el país vasco y de
contar con esa retahíla de apellidos no condiciona para nada la obligación de que
uno tenga que vivir (y morir) allá donde ha nacido, porque, entre otras cosas,
las personas no somos árboles ni plantas carentes de movilidad, sino ríos que van a dar a la mar...
Precisamente
la expresión “de pura cepa” (que se puede utilizar en otros contextos no
nacionalistas para decir cosas como “poeta de pura cepa” y significar
“auténtico” por alusión no sólo al tronco de la vid sino de cualquier árbol o
planta enterrados y en contacto con la raíz), sugiere que las personas somos
plantas o árboles, como si no perteneciéramos al reino animal.
En inglés suele decirse “full-blooded”, por ejemplo: “She is a full-blooded English”: la traducción literal de la lengua de Shakespeare a la nuestra sería de pura sangre, esto es de sangre no mestiza, de antepasados no contaminados con sangre foránea. Claro que purasangre, en castellano, y escrito junto, alude al pedigrí de un caballo más que de una persona, en concreto, a una raza que es producto del cruce -y por lo tanto, del mestizaje- de la árabe con las del norte de Europa. Es decir, que ni siquiera los purasangres en su origen son de sangre “pura” o no contaminada, sino mestiza, lo que debería darnos mucho en que pensar.
En inglés suele decirse “full-blooded”, por ejemplo: “She is a full-blooded English”: la traducción literal de la lengua de Shakespeare a la nuestra sería de pura sangre, esto es de sangre no mestiza, de antepasados no contaminados con sangre foránea. Claro que purasangre, en castellano, y escrito junto, alude al pedigrí de un caballo más que de una persona, en concreto, a una raza que es producto del cruce -y por lo tanto, del mestizaje- de la árabe con las del norte de Europa. Es decir, que ni siquiera los purasangres en su origen son de sangre “pura” o no contaminada, sino mestiza, lo que debería darnos mucho en que pensar.
No hace
falta decir que el mito de la autoctonía que estamos analizando es uno de los
más perniciosos y nocivos que hay porque ha generado, como contrapartida, el de la
aloctonía o extranjería: el de los nacidos en otra parte, es decir, el de los
metecos. Si no tienes la ciudadanía, eres un extranjero, y por lo tanto no
tienes derecho a vivir aquí, o, al menos, no tienes los mismos derechos que los
autóctonos y aborígenes que "son" de aquí “de toda la vida”. Ese
mito, claro está, fundamenta la creación política de los Estados, las naciones y las
banderas, y, por supuesto, la xenofobia, las fronteras y los ejércitos y policías que las defienden como
perros guardianes.