La paulatina evanescencia del dinero físico y su sustitución por el
electrónico o plástico, lejos de ser una metamorfosis del dinero, pone
en evidencia no una nueva forma, sino su forma verdadera, lo que era y
es la esencia misma
del dinero: deuda contraída.
El número de tarjetas de crédito es
ya muy superior a las de débito, cara y cruz de la misma moneda digital.
Con la de débito se efectúan
operaciones siempre que hay fondos efectivos disponibles en la cuenta
corriente,
mientras que una tarjeta de crédito permite hacerlo aun cuando no
haya dinero contante y sonante en ese momento: es un préstamo
automático que concede el Banco sin necesidad de mayor justificación,
que permite disponer de un efectivo que no existe todavía, que aún no
se ha materializado.
En el momento de su utilización el cliente
está contrayendo automáticamente con el Banco una deuda que no le
será perdonada nunca porque el Señor, ay, ya no perdona nuestras deudas,
como
hacía antaño cuando se le rezaba el Padrenuestro como Dios manda y
se le rogaba aquello en latín de dimitte nobis débita nostra sicut et nos dimíttimus debitóribus nostris (perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores).
Dinero electrónico o plástico
Estas tarjetas incentivan el consumo a través del crédito, que nos
otorgan y que nos endeuda. El pago puede hacerse de forma
total a mes vencido o fraccionado “en cómodos plazos”, pero
cuando se hace de este modo los intereses suelen ser elevados, lo que
hace que se forren a costa de eso las entidades bancarias,
que suelen vincular, o fidelizar como dicen ellas, al cliente cuando
pide un préstamo de
envergadura para adquirir una vivienda o el último modelo de la marca de
un automóvil, obligándolo a domiciliar su
nómina, sus recibos, su plan de pensiones en su caso y sus tarjetas
de crédito y débito.
Los establecimientos comerciales agradecen, por su
parte, también el pago con dinero plástico o electrónico que evita el
engorro de dar cambios y de manejar billetes y monedas,
ofreciendo seguros en viajes que nos venden la falsa ilusión de la huida
de la realidad, descuentos en gasolineras que alimentan los depósitos
de los coches que nos llevan a ninguna parte,
establecimientos de hostelería o espectáculos y devoluciones en las
compras si no estamos satisfechos con los productos entre otras
prácticas ventajas.
El peligro de la utilización de este instrumento financiero es, aparte
de las comisiones, por un lado, de emisión y mantenimiento anual que
cobra el Banco, el alto interés que, generalmente, se
aplica a la hora de fraccionar las compras, que suele rondar el
25% muy cercano a la usura, que es un delito y además algo
éticamente reprobable, y, sobre todo, el hacer un uso irresponsable,
contra el que los propios economistas y banqueros nos previenen, y
contraer, por ende, una deuda que no seamos capaces de afrontar, y que no va sernos perdonada.
Quieren presentarse al cliente las tarjetas, si no como algo positivo
totalmente, sí como algo neutro y aséptico, de lo que se puede hacer un uso
racional y bueno, aunque también completamente irracional y malo, lo que depende del cliente, recayendo
en él toda la responsabilidad.
Algunos argumentan lo mismo sobre las armas de fuego: si disponemos de una
pistola podemos hacer un buen uso, no usándola, paradójicamente, o un uso irracional
de ella, que es precisamente el que ella reclama y el que nos fuerza a apretar
el gatillo a todo lo que se mueva. No en vano reza un proverbio
japonés: "Cuando la espada (más propiamente, la catana, que es
el arma y el alma, digamos, del samurai) está desenvainada, tiene que matar".
Y lo mismo que sucede con las armas, que las carga el diablo, como se
sabe, podemos decir del dinero y la deuda que conlleva.
El tinglado del sistema político y económico, que sólo sobrevive precisamente fomentando un consumo irracional y desmesurado, se ha denominado tradicionalmente "sociedad de consumo”, como se decía antes, pero según Rafael Sánchez Ferlosio en su libro "Non olet" (editorial Destino, Barcelona 2003) debería llamarse más bien "sociedad de producción", porque su principal objetivo es precisamente la producción de consumidores a cargo de la poderosísima industria publicitaria, hasta el punto de que las empresas se gastan más en publicidad que en producir el objeto de consumo.
Analiza muy finamente Ferlosio lo que ha dado en
llamar la figura del "homo emptor" u hombre comprador, que es, huelga decirlo, el último estadio de la evolución
del "homo sapiens sapiens". Toma la expresión seguramente del latinajo "caueat emptor", que significa que tenga cuidado el comprador, ya que asume el riesgo de la adquisición, descartando ulteriores reclamaciones.
A imagen y semejanza del término "ludopatía", híbrido grecolatino de “ludus” (juego en latín) y “patheia” (enfermedad en griego), crea él "emopatía”, para calificar la patología de comprar ("emo" en latín es comprar) compulsivamente, la adicción al consumo sin ton ni son. (Otros prefieren llamarla con el helenismo "oniomanía", de "onios" mercancía y "manía" locura, según el modelo de toxicomanía).
El
emópata y el ludópata se arruinarán porque
el último no puede controlarse ante los casinos, loterías y
tragaperras que prometen duros a cuatro pesetas, y el primero ante los
escaparates y estanterías de las enormes superficies comerciales donde
comprará cosas que no necesita en absoluto pero que le auguran la tierra
prometida de la felicidad en la que como Moisés jamás se adentrará.
Parece que la “patía” o enfermedad en ambos casos, es individual, personal, y que la
responsabilidad, por así decirlo, o la culpa, recae en el individuo
que la contrae, que tendrá problemas psicológicos, y se convierte así en un enfermo mental, y no en la
sociedad y sus desigualdades sociales y económicas.
Cito
literalmente a Ferlosio: “La total inocencia con que el individuo se ve recompensado por hacerse
morada de la enfermedad tiene el congratulable correlato de dejar a
su vez garantizada la total pureza e inocuidad patológica y patógena
del entorno circundante”.
La responsabilidad, que es el correlato laico de la vieja culpa judeocristiana, ya no
es social, no recae ya en el entorno que ha provocado la
necesidad de consumir, reducida a la de comprar compulsivamente, y su estudio no corresponde, por lo tanto,
a la sociología, sino que sería objeto de la psicología y aun de la psiquiatría, por lo
que el caso ya no es político o económico, sino clínico. Una jugada maestra.
Esta sociedad de producción, según Ferlosio, ya no produce para
satisfacer las necesidades, que pueden ser lujos o caprichos
mismamente, de los consumidores, sino que los consumidores,
alentados por la publicidad, consumen para satisfacer los intereses, económicos por
supuesto e irracionales, de la producción.