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sábado, 4 de junio de 2022

Currículo oculto

    La escuela nos ha inculcado, como quien no quiere la cosa y como la vieja zorra embustera de la fábula, un currículo oculto. ¿Qué es el currículo oculto? Es un concepto pedagógico de enorme interés, aunque parezca mentira. Consiste en imbuirnos subliminalmente unos contenidos que no figuran en los programas oficiales y que no se reconocen como tales, por ejemplo, la uniformidad, la competitividad deportiva fruto de la examinación y la constante evaluación,  la aceptación acrítica de la sumisión, la justificación sagrada de la autoridad como jerarquía y de la moral, es decir, de la norma, basadas no ya en la gracia de Dios sino en la gracia democrática, diríamos, del pueblo, que jamás se cuestiona, y sobre todo el sometimiento a los horarios y calendarios impuestos, así como a la segmentación del ocio  (no en vano a los recreos los han llamado con ridículo eufemismo ”segmentos de ocio”) y el trabajo, lo que supone el fomento del aburrimiento consustancial a toda institución educativa que se precie tanto pública como privada.


    Donde más se nota la existencia de un currículo oculto es en la obligación y el control más o menos escrupuloso de la asistencia de los alumnos a clase por parte de los llamados centros educativos -ya no centros de enseñanza, como aquellos antiguos Institutos Nacionales de Enseñanza Media (INEM), sino de Educación Secundaria (IES) como los llaman ahora-, que los escolarizan manu militari hasta la edad obligatoria de los dieciséis años a la fuerza. Ya se habla incluso de ampliar la escolarización tanto por abajo desde los cero años en las guarderías hasta la mayoría de edad a los dieciocho. De hecho cuando oímos una expresión como "edad escolar" no nos extraña, nos parece lo más normal del mundo que haya una edad de la vida humana, la infancia y la adolescencia, asociadas al aprendizaje y a  la escuela, la edad de estar recluidos obligatoriamente en un centro escolar. Olvidamos lo que significaba la scholé griega: libertad, vida no sujeta al trabajo, juego, lo mismo que su calco semántico latino ludus: ocio. 

    Da igual el programa, da igual lo que se enseñe o no se enseñe, ya sabemos que no se aprende nada. Si la escuela ha reducido el analfabetismo, por ejemplo, ha sido a costa de ahogar el gusto y el interés por la lectura al hacer de lo que constituía un placer voluntario una obligación. Es curioso cómo la institución compagina o sustituye los exámenes tradicionales por la tarea o el deber -los famosos deberes contra los que se revuelven algunos padres- de leer un libro y "hacer un trabajo" sobre él. 
 
 

     Lo importante de los centros educativos es que los niños estén allí acuartelados a tiempo parcial y subordinados a un horario y a un calendario escolares impuestos desde arriba por el ministerio correspondiente del gobierno, es decir, dependiendo del reloj y el almanaque con sus días rojos y negros que les mandan y sus período lectivos y vacacionales. Algunos centros educativos no difieren mucho de los presidios, con puertas cerradas, rejas, muros y celosías, y con profesores que cubren muchas veces su horario lectivo con las llamadas "guardias de recreo o de patio", para vigilar como si fueran gendarmes o guardias de la porra que los pequeños no se escapen del recinto escolar o no se peguen entre ellos e inflijan malos tratos. 
 
    Y es que la vieja zorra embustera que es hoy la escuela democrática no pretende inculcar solamente unos valores confesables y constitucionales incluidos en las programaciones de las llamadas asignaturas de antaño o materias curriculares y unidades didácticas de ahora con sus ejes transversales y demás mandangas y monsergas de competencias incompetentes -¡qué fárrago terminológico, que palabrería especializada en no decir nada!-, sino también, y sobre todo, otros menos respetables y más crípticos, que no críticos, subyacentes en todo caso a la propia institución, pero que son los que verdaderamente interesan: eso es el currículo oculto, nuestro curriculum uitae.

 
     
    Algo parecido ha sucedido con las llamadas actividades extraescolares -una vez acabado el paréntesis que ha durado dos años de la pandemia-, cada vez más prolíficas al haber aumentado los años de escolarización entendida como reclusión obligatoria. Es necesario que los colegios que se precian organicen a porfía, al modo de las agencias de viajes, actividades que se desarrollen fuera del encierro de las aulas, de manera que las actividades escolares o académicas propiamente dichas  vengan a ser sólo un pretexto, es decir un texto que se antepone o pone por delante, para las otras, que son las que realmente interesan, porque suponen una "salida" de la rutina escolar, un simulacro de liberación que, como el fin de semana o las vacaciones, pueda hacer más tolerable la vuelta a la normalidad, la semana laboral/escolar,  y la clausura de las clases, de modo que los alumnos y las alumnas, como dicen ahora para visiblizar el sexo femenino, como si no estuviera incluido en el genérico o no marcado que es el masculino, puedan cantar en los autobuses la cantilena aquella de "Qué buenos son, qué buenos son los padres escolapios (o salesianos,  o qué buenas son, para el caso, las madres teresianas, o los profes y las profas del colegio, si de la enseñanza privada-concertada pasamos a la pública),  qué buenos y buenas son, que, acabada por ahora la pandemia, nos llevan de excursión". 


    El sistema tampoco quiere ya viejos profesores casposos que den lecciones magistrales ex cathedra, abusando de un verbalismo hoy en día tan denostado por las nuevas tecnologías y métodos de exposición audiovisuales e informáticos, sino vídeos y powerpoints. Por eso las autoridades gubernativas han venido optando por prejubilarlos. El sistema prefiere modernos showmen, pedagogos lúdicos y alternativos y progresistas; jóvenes psicólogos que entiendan al niño -y a la niña- y se pongan en su lugar y que, en el colmo de los colmos, se sientan responsables del fracaso escolar de sus alumnos -y alumnas- y entonen el mea culpa, mea maxima culpa,  y eduquen a sus padres, si hace falta, para lo que crean, oh aberración pedagógica, las “escuelas de padres o de adultos”. 
 
    La escuela democrática de hoy pretende convertir al ciudadano en un policía de sí mismo, y es que la represión en la era democrática que vivimos, la buena represión, digamos, es, como la buena educación de antaño, la que no se ve, la que no se nota, la que casi pasa inadvertida, la auto-represión y el auto-control, lo que no quiere decir obviamente que no exista la represión, sino todo lo contrario: existe y muy mucho, mucho más que antes, más interiorizada que nunca, por eso no se nota, porque para eso existe, para que no se note. Su eficacia radica en su invisibilidad y en que no procede de fuera, sino de dentro de nosotros mismos: se trata de una autoexigencia y autoimposición que nos lleva por el camino de la depresión y la amargura. Por eso hay que denunciar el currículo oculto. Para que se vea.