La limitación de los aforos por razones de seguridad en los actos públicos restringe la cabida física de los participantes y su carácter popular. No entrarán, en efecto, todos los que quepan holgadamente hasta completar el espacio real según vayan llegando, sino el restringido número que impongan las autoridades sanitarias. Los aforos se ven, pues, reducidos en estos tiempos cuantitativamente a la mitad, a la tercera y aun a la cuarta parte de su capacidad.
Si, además, se requiere la inscripción previa de los que vayan a participar en el acto, la admisión se reserva sólo a los inscritos prescritos. Se sabe exactamente, antes de celebrarse el evento, el número y los nombres de los participantes que habrá, como si el acto se hubiera realizado ya antes de tener lugar. Se excluye así el carácter indefinido y anónimo y de alguna manera libre que tenía anteriormente el público asistente a los eventos. Nunca, previamente, se sabía si la asistencia iba a ser mucha o poca, y si el acto iba a tener mucho público, lo que solía calibrarse en los estrenos teatrales por la cantidad de excrementos de los caballos de los carruajes del público asistente. A la compañía que iba a debutar en el teatro se le deseaba “mucha mierda”, sinónimo de éxito, como deseo de “mucha suerte”.
En estos tiempos tan asépticos que corren, no hay propiamente público, ni más teatro que el que el mal espectáculo que brindan los medios de formación y manipulación de la opinión pública, y el de nuestra prosaica vida cotidiana.
Se justifican estas medidas “por razones de seguridad” como queda dicho. Las medidas profilácticas quieren evitar contagios no deseados reduciendo la participación del público y los excrementos de los carruajes. Pero a los asistentes se les exigen otras medidas, como por ejemplo la distancia personal, la utilización de mascarillas. A veces, también, la toma de temperatura de los participantes, las abluciones manuales con gel hidroalcohólico, la limpieza de la suela de los zapatos, o la realización de una prueba de antígenos, certificado de vacunación, una Prueba de Reacción en Cadena a la Polimerasa (PCR)... Todas las medidas parecen pocas a la hora de enfrentarse a un virus que porta el cetro y la corona de todos los víruses y ha desencadenado una pandemia universal que, a río revuelto, ganancia de pescadores: la gran oportunidad de algunos sinvergüenzas como Klaus Schwab de iniciar el Great Reset, como dicen ellos con término microsóftico, el gran reseteo del sistema para que, cambiando, siga igual pero más a su entera conveniencia, quienes, lejos de abolir el dominio del hombre por el hombre, quieren asegurar la gobernanza mundial.
Si se produce algún contagio, a pesar de dichas medidas preventivas draconianas, las autoridades sanitarias disponen del listado de participantes para hacer su seguimiento y detección, ordenando su tratamiento y encierro.
Desde las Altas Instancias se promueve la celebración de actos públicos virtuales, sin ningún tipo de presencia física, siempre a través de la Red. Es lo más higiénico y aséptico. Actos públicos sin público de carne y hueso, con público virtual fantasmagórico. Si el contacto real produce contagio se prohíbe por decreto ley. De ese modo se fomenta el contacto que interesa, que produce intereses económicos a las empresas tecnológicas de la comunicación, que es el contacto virtual. Su justificación, no contagia el virus.
Estas medidas contribuyen al control de los actos públicos y a la consiguiente destrucción de su carácter popular. Dichos eventos con aforo limitado e inscripción previa se convierten, paradójicamente, en actos privados... de público. El régimen del Estado Terapéutico logra así que no se produzca nada inesperado e imprevisto que escape de su férula, ninguna rebelión contra su poder tiránico. El Estado Terapéutico se escuda en un amor filantrópico a la humanidad, un amor que, como decía el joven Antonio Machado a otro propósito, “funda su filantropía en el exterminio de la especie humana”.