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viernes, 13 de marzo de 2020

El caso del monje Virila

Una tarde de primavera, el abad del monasterio salió a pasear por la serranía de Leyre, en el antiguo reino de Navarra, como hacía todas las tardes por costumbre. El viejo abad, sin alejarse mucho del convento,  caminaba imbuido en sus muchas cavilaciones, hasta que sintió fatiga y se sentó a reposar junto a una fuente, donde permaneció absorto durante un rato en el que se le fue, como suele decirse, el santo al cielo escuchando, junto al fresco murmullo del agua, el canto melodioso de un ruiseñor embelesado.

De vuelta por la noche al monasterio, encontró que todo era diferente, como si todo hubiera cambiado de repente por arte de magia. El hermano que abrió el portón no reconoció a aquel hombre que afirmaba ser el abad, y creyó que había perdido la cabeza, ni él reconoció tampoco al portero, cuyo rostro apenas le resultaba familiar, como los rostros y los hábitos de todos los frailes que le salieron al encuentro. Todos unos perfectos extraños. El propio convento seguía en pie, y, aunque era sin duda el mismo de siempre, algo le decía que era diferente. 


Tras consultar los archivos, descubrieron que hacía trescientos años, un monje de aquel cenobio, llamado Virila, que había regentado el monasterio,  había salido una tarde de paseo y no había vuelto nunca más, por lo que se supuso que habría sido devorado por alguna alimaña. 

Virila, tal era el nombre del hombre, había estado oyendo el efímero canto de un ruiseñor durante un instante, cuando en realidad habían transcurrido tres siglos. El abad se había dejado llevar por el canto del ruiseñor, y se había fundido de hecho con el cántico melódico mismo del ave, uniéndose el sujeto y el objeto, y desapareciendo en esa unión el cronómetro del tiempo. 

Esta experiencia por muy singular que parezca no es ajena al individuo común de cualquier época y lugar. Sucede en los raros momentos en que el pintor se funde con el cuadro y el paisaje que está pintando,  o el alpinista con la escalada, de la misma manera que el oído se hace uno con la música que escucha. 

Nuestra vida, si bien la consideramos, se reduce por una parte a pasado, o sea, a biografía, y por otra a proyectos de futuro, ya sean temores o deseos, si no son ambas cosas. Y nada más. Pero ni en el futuro pasa nada ni en el pasado tampoco. 

Y ¿ahora? Ahora pasa algo, otra cosa, algo que escapa fuera de la realidad, algo de lo que sólo podemos ser conscientes cuando salimos de ella, cuando dejamos de vivir en el pasado y en el futuro, cuando como al abad Virila se nos va el santo al cielo y nos fundimos con el cántico del ruiseñor . 

Es el tiempo del goce de la experiencia del ahora, que conecta en cada momento con la vida que pasa, y que nos saca de la realidad gracias a esa válvula de escape que es “aquí y ahora”. Una vez que hemos salido de la realidad, ¿no son lo mismo tres siglos que tres minutos?