Marcial le dice en un epigrama (VIII, 69) a un tal Vacerra que no quiere pertenecer a la categoría de los poetas muertos, los únicos que su amigo considera poetas consagrados. Prefiere pertenecer al club de los poetas vivos: miraris ueteres, Vacerra, solos / nec laudas nisi mortuos poetas. / ignoscas petimus, Vacerra: tanti / non est, ut placeam tibi, perire.
Traduzco los hendecasílabos falecios de Marcial con el mismo ritmo: Sólo admiras, Vacerra, a los antiguos / y no alabas sino a poetas muertos. / Me perdones, Vacerra, ruego: no me / trae cuenta morir para agradarte.
La comparación que ofrece al final del fragmento Horacio es muy apropiada. Si alguien quiere arrancar de un tirón la cola de un caballo no podrá hacerlo, tendrá que arrancarla pelo a pelo; del mismo modo el límite de cien años que el interlocutor ficticio le propone al poeta para considerar a un escritor antiguo es absurdo por arbitrario, como todo límite que quiera fijarse. Si vamos rebajando los días, los meses, los años, al final se viene a parar en nada.
Horacio recurre en el verso 47 a la ratio ruentis acerui, es decir al argumento o razón del acervo o montón que se desmorona, para echar abajo la tesis de que un poeta necesita llevar por lo menos cien años muerto para ser considerado antiguo y, por lo tanto, clásico: dum cadat elusus ratione ruentis acerui: hasta que caiga burlado en razón del montón que se esfuma. ¿No valdría acaso con 99 años y 11 meses? ¿Habría que esperar un año más para canonizarlo? ¿No valdría acaso con 98...? Vamos quitándole al siglo un año detrás de otro, y al año un mes tras otro, y al mes una semana, y a la semana un día, y al día una hora y así hasta el infinito... como a la cola del caballo los pelos uno a uno, hasta venir a parar en nada.
El rompecabezas lógico se llama “sorites”, del griego σωρός (sorós) “montón, cúmulo”, y se atribuye su invención a Eubúlides de Mileto (siglo IV antes de C.) El argumento suele presentarse así: si de un montón de trigo quitamos un grano, el montón no deja de ser un montón. Si admitimos esta premisa de que un grano “no hace granero”, como se dice vulgarmente, es decir, no forma un montón de por sí, y vamos quitando uno tras otro llegará un momento en que ya sólo nos quedará uno, el cual, por definición no constituirá un montón, y si quitamos este último grano de arena ya no nos quedará ninguno. Resulta imposible decir cuándo el montón ha dejado de ser un montón y se ha quedado como el cuchillo sin hoja de Lichtenberg al que le falta el mango.
Cicerón lo dejó muy claro en sus Cuestiones académicas (II, XXIX, 92-93): rerum natura nullam nobis dedit cognitionem finium ut ulla in re statuere possimus quatenus; nec hoc in aceruo tritici solum unde nomen est, sed nulla omnino in re —minutatim interrogati, dives pauper, clarus obscurus sit, multa pauca, magna parua, longa breuia, lata angusta, quanto aut addito aut dempto certum respondeamus non habemus: La naturaleza de las cosas no nos ha dado ningún conocimiento de los límites de modo que podamos establecer en cosa alguna hasta dónde; y esto no sólo en el montón de trigo de donde le viene el nombre, sino en ninguna cosa en absoluto -si preguntados específicamente cuánto se ha de añadir o de quitar para que el rico sea pobre, el claro oscuro, lo mucho poco, lo grande pequeño, lo largo corto, lo ancho estrecho no tenemos nada cierto que responder.
Un grano, pues, no hace granero, no forma montón de grano, pero ¿cómo es posible entonces que un solo grano marque la diferencia entre lo que es un montón y lo que no lo es?