No hay hechos futuros, sólo pasados, y, la mayoría de las veces, es mejor olvidarlos. Abogo yo, políticamente incorregible que soy, por la des-memoria histórica, en contra de la memoria histórica que está ahora tan de moda en esta España en estado crítico y que consiste en desenterrar cadáveres.
Dicen los partidarios de la memoria histórica y de la Historia en general que hay que conocer a la sangrienta Clío para no tener que repetirla. Citan a menudo la frase de Churchill, creo que era: “Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”. Es mentira. No hace falta demostrarlo mucho. Conocer la historia no significa librarse de ella: la única manera de librarse de la Historia es rebelarse contra ella. Y para rebelarse contra ella no hace falta ser Licenciado en Historia, sólo hace falta decir ¡No! a la realidad que convierte todo lo que toca, como el rey Midas, en historia, incluidas nuestras vidas, que se reducen a biografías: historias que se escriben. Y lo que está escrito está muerto. Así de fácil.
El caso es que he discutido esto con un licenciado, precisamente en Historia, un profesor de Ciencias Sociales de la ESO esa que se imparte –habría que decir mejor que se vomita- en los institutos españoles de educación secundaria, unos años mayor que yo, que presumía de haber corrido en su juventud delante de los grises –así se llamaban, por el color de su uniforme, las fuerzas de orden público franquistas. Y venía a decir que gracias a esas carreras llegó la democracia de que ahora disfrutamos. Yo le dije haciendo un poco de burla de sus palabras que era mentira, y le susurré al oído “Lo llaman democracia y no lo es”, razonándole que el poder del pueblo, que es lo que quiere decir el término griego -demos, pueblo y kratos, poder-, solo puede entenderse cabalmente en un sentido: en el de que nadie es más que nadie, y por lo tanto no hay poderosos -o mejor potentes, por usar el latinismo, o pudientes, según el término patrimonial-, pero tampoco podidos, porque no hay poder, no hay kratos que valga, que si en la vieja lengua de Homero era poder sin más, en griego moderno significa Estado.
-Cuando murió Franco –le dije- quitaron el aguilucho a la bandera y plantaron la corona real, y a los grises los vistieron de marrón primero y de azul después. Los grises de tu juventud son, después del marrón de la transición, los azules de ahora, por no hablar de los acorazados y negros antidisturbios. Estos reparten a los jóvenes las mismas hostias que repartían aquellos, con la diferencia de que ahora van mucho mejor pertrechados. Ya sabes las fuerzas del orden, contra lo que su nombre indica, siembran el desorden so pretexto de restaurar el orden O por decir lo mismo con palabras de hoy: los antidisturbios crean los disturbios contra los que dicen combatir. Igual que Don Quijote: crean para combatirlos y para justificarse a sí mismos los monstruos gigantescos, que sólo son frutos de su imaginación, es decir, de su distorsión de la realidad a partir de los molinos manchegos de viento, para combatirlos.
-Pero ahora hay libertad.
-¿Dónde, que yo no la veo? No me hagas sonreír. Seguimos viviendo en un estado policial. No ha cambiado nada sustancialmente, sólo el color del uniforme.