El Diablo le ofreció a Jesús llevándolo a un monte muy elevado la irresistible tentación de ser el dueño y señor del mundo, el poder absoluto sobre todos los reinos de esta Tierra que desde aquellas alturas se divisaban. Y le dijo: “Te daré todo esto, si postrándonte ante mí me adoras”, cosa que Jesús rechazó diciéndole: “Vete, Satanás”.
La tentación de Cristo, Vasili Surikov (1872)
El
argumento que esgrime Jesús para declinar la generosa oferta del
demonio es que sólo hay que adorar a Dios y servirle a Él. Algunos le han preprochado que el Diablo era en realidad el alter ego de Dios, y que era
lo mismo, por lo tanto, adorar al uno que al otro. Pero parece que lo que quería decir el Nazareno, sin expresarlo con estas palabras, era que el auténtico nombre del dios al que había que adorar y servir era Nadie, y ese dios prohibía adorar a cualesquiera otros dioses o demonios.
La tentación de Cristo, Ary Scheffer (1854)
En
todo caso, nuestros políticos, poco cristianos ellos, menos cristianos
que Jesús, no sólo no rehúsan el poder que les ofrece el Diablo (omnia regna mundi et gloriam eorum,
como decía el evangelista: todos los reinos del mundo y su esplendor),
sino que lo persiguen infatigablemente, dejándose sobornar por el
Diablo, es decir, por Dios, o, más claramente, por el Dinero, que es lo
mismo, al que adoran e idolatran arrodillándose ante los designios del
mercado como vulgares economistas.