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miércoles, 1 de febrero de 2023

Años setenta

    Viendo casualmente esta fotografía de una playa de los años setenta se me ocurren algunas observaciones, que comparto con mis escasísimos lectores. Llama la atención a primera vista por ejemplo que no se ven tatuajes en brazos, piernas y espaldas de la gente que están ahora tan de moda y que convierten los cuerpos humanos en lienzos y pinturas al fresco. Ya se había puesto de moda el bronceado y había hecho irrupción el biquini, y en los chicos el slip, como se llamó al calzoncillo ajustado al cuerpo por debajo de la cintura hasta las ingles, pero dejando aparte esas modas en los trajes de baño que van y vienen, llama poderosamente la atención la esbeltez de los cuerpos, por contraposición a las obesidades mórbidas que padecemos en la actualidad ya muchas veces desde la infancia, debidas, sin duda, a una mala alimentación y quizá a una vida demasiado sedentaria y hogareña, abocada a las pantallas que al duro banco tanto nos amarran.
 
 
    El otro día en la piscina municipal coincidí con un grupo escolar de niños y niñas que iban a aprender a nadar con sus profesores de Educación Física -no les gusta a nada que digamos de "gimnasia" y prefieren esa rimbombante y horrísona denominación, que tanto recuerda al culturismo y a la cultura física- y sus monitores de natación, y lo que me llamó la atención al verlos enseguida fue su obesidad general, tanto de los niños como de las niñas. No sé si tendrá algo que ver, algo tendrá, seguramente, el hecho de haber estado confinados durante la pandemia, castigados sin salir de casa y sin poder corretear, como recuerdo yo que hacíamos los niños y las niñas en mi infancia por las calles. Quizá sea algo que venga de atrás, de antes de la pandemia. (Me hace gracia, entre paréntesis, este modo de hablar que toma como referencia temporal la pandemia que ha marcado en nuestras vidas como el nacimiento de Cristo un antes y un después, y así hablamos de antes, de durante y de después de la pandemia).
 
 
    No es ese el recuerdo que tengo yo de los niños de mi infancia, cuando lo normal no era estar obeso, como hoy día, sino delgados, hasta el punto de que si había algún niño obeso se le ridiculizaba despiadadamente enseguida, y pasaba a ser Gordito Relleno, como aquel personaje entrañable e inocentón de la historieta de Peñarroya de la revista Pulgarcito.
 
 
    Pero si hay algo que me llama poderosamente la atención, aparte de la ausencia de accesorios tales como sombrillas, sillas, tumbonas y demás trastos que la gente suele llevar en la actualidad a las playas, y choca particularmente, es que no había teléfonos móviles, lo que hacía que la gente hablara entre sí y se relacionara -o no se relacionase, si no quería- con los demás que estaban allí, pero no con amigos y familiares ausentes. Parece que entonces la gente vivía el momento presente, no como ahora que, gracias a los esmárfones, estamos ausentes cuando estamos presentes, y viceversa, pendientes siempre de nuestra prótesis individual. Hoy en día, tanto si estamos solos como acompañados, cada cual está más pendiente de su móvil que de quien tiene al lado.
 
    Esos móviles que no podían aparecer en la foto de arriba porque aún no se habían inventado son hoy nuestra propia personalidad, hasta tal punto que se considera un delito o al menos una intromisión intolerable que alguien hurgue en nuestra preciosa y preciada intimidad. Podría decirse, sin incurrir en ninguna falsa nostalgia ni en la banda sonora de aquellos años de estúpidas canciones de verano de la oprobiosa dictadura, cuando se puso tan de moda ir a broncearse y no tanto a bañarse a las playas, que en aquella playa de la foto no hay prácticamente nada, y que hay casi todo, sin embargo.