Psicopompo
es epíteto del dios Hermes en calidad de guía de las almas en su último viaje al
pudridero de los infiernos, y también del barquero Caronte, que embarca en la última
travesía a las ánimas de los difuntos previo pago de un óbolo. Este helenismo está fraguado con la palabra “psic(o)” (alma o, si se prefiere un término más
aséptico: mente) y “pompo”, que
significa conductor, guía, compañero de viaje.
Tanto
Hermes como Caronte serán nuestros psicopompos cuando nos llegue la hora, es decir la de
abandonar este mundo. Dejémosles, pues, el epíteto a ellos, y
resucitemos otro muy
similar para nuestro propósito sin esas fúnebres connotaciones en
principio,
aunque al fin y a la postre va a resultar lo mismo que el otro como
espero que se vea más adelante, a fin de englobar a psicoanalistas, psicólogos y
psiquiatras; todos ellos pueden ser definidos con el helenismo que propongo: psicagogos.
La Barca de Caronte, José Benlliure y Gil (1919)
Este palabro es de impecable hechura helénica y está fabricado a imagen y semejanza de pedagogos y
demagogos, con el término “agogo”, que también significa que conduce, que guía, que lleva, manipuladores
como son estos profesionales de
lo que conservamos del niño (ped-) y del pueblo (demo-)
respectivamente, es
decir de aquello que hemos sido y acaso seguimos siendo en el fondo de
nuestro
corazón. En el mundo antiguo, un psicagogo era también un mago evocador
de las almas de los muertos. Además de este significado espiritista, la
“agogía” conlleva otras varias connotaciones, aparte de la idea de
conducción, como la dirección de un caballo, de un ejército, de los
asuntos
públicos, del espíritu y de la educación.
La agogía, pues, es la conducción del pueblo,
del niño o de nuestra mente hacia una meta preestablecida: el gobierno, en el
caso del pueblo, la edad adulta, en el caso del niño, y la normalidad y
aceptación de la realidad o conformación con lo establecido en el caso de la psicagogía.
Hermes psicompo
La
agogé espartana se caracterizaba
por su obligatoriedad, y porque estaba controlada por el Estado, es
decir, por
su carácter público y no privado, como nuestra educación primaria y
secundaria. En los tres casos se trata de una dominación del pueblo,
del niño y de la mente o alma del individuo: eso es lo que tienen en
común, la muerte, en suma de lo que acaso estaba vivo debajo de las
palabras "pueblo", "niño" y "alma" o "mente".
En
efecto, el pedagogo -el más ilustre, el único: Herodes, según Juan de Mairena, el heterónimo de don Antonio Machado-
se
dedica a conducir al niño hacia la madurez, para insertarlo así en la
sociedad
y hacerlo pasar por el aro cual fierecilla domada, a fin de convertirlo
en un niño muerto. El demagogo, por su parte,
es el encargado de guiar al pueblo, de manejarlo, de llevarlo por
el mal camino. No en vano los políticos de uno y otro signo suelen
echarse en cara unos a otros que son unos demagogos. Y tienen razón: la
política no es más que demagogia justificada como democracia,
manipulación del pueblo, conversión de la
gente en contribuyentes y votantes, y de, en el mejor de los casos, ciudadanos y
no súbditos, olvidando que es la misma cosa con distinto nombre, muerte
del pueblo de la gente viva en definitiva. Hace poco leíamos en la
prensa que un político acusaba a otro de ser "la voz de su amo". Y es
verdad. Como también es verdad que es lo mismo el político acusador que
el acusado.
El paso de la laguna Estigia, Joachim Patinir (h. 1520)
Pues bien, junto a los pedagogos y demagogos, que nos manipulan en el ámbito público -educación obligatoria y sumisión política-, tenemos en el ámbito de nuestra vida privada a los psicagogos, que cobran sus emolumentos por manipular nuestra psique cuando se nos presenta algún trastorno de salud mental a través del psicoanálisis, las diversas estrategias psicoterapéuticas o los fármacos en último extremo, tratando de solucionar "nuestro" problema.
La
función, en efecto, de los psicagogos es que nos adaptemos a la realidad, al principio de
realidad, a que las cosas son como son, y que debemos aceptarlas tal y como son
porque no pueden cambiarse a nuestro antojo y por capricho. Los psicagogos
nos engañan tratando de convencernos de que lo
que es a todas luces un problema social y político es en realidad
“nuestro”
problema individual, personal, particular, psíquico, por eso necesitan
guiar nuestra psique
hacia la aceptación de que las cosas son como son y no pueden ser de
otra
manera. Camuflan así un problema social en psicológico,
culpabilizándonos o responsabilizándonos, si se prefiere un término más
laico y con menos connotaciones religiosas, a nosotros mismos, pecadores, y
convirtiéndonos en almas muertas, matando lo que de vivo quedaba en
ellas al calificarlo de "enfermedad mental" en el mejor de los casos o,
en el peor, de vesánica locura.