Mostrando entradas con la etiqueta lentitud. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta lentitud. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de julio de 2022

¿Por qué corres, Ulises?*

    Las ocho de la mañana de un día cualquiera en la estación de Abando, Bilbao. El tiempo apremia. Ni un minuto más ni un minuto menos para empezar la jornada laboral con la rutinaria mansedumbre cotidiana de unas vidas que, subordinadas al imperativo laboral, se rigen por las manecillas del reloj. Todos bailan al ritmo del tictac que marca el tirano, que es el instrumento indispensable de la dominación tecnodemocrática del siglo XXI que padecemos: todos al compás del Capital y su corazón mecánico que determina los tiempos de ocio y trabajo asalariado, la nueva forma de esclavitud imperante aquí y ahora que convierte nuestra vida en tiempo esencialmente futuro y ahora mismo inexistente, es decir, en alienación remunerada.


 

    Suenan los móviles. Los portátiles se agolpan en la zona güifi de la estación. Allí se matan los tiempos de espera chateando en cualquier página güeb o guasapeándose con lejanas amistades -contactos sin tacto- del otro lado del mundo. A nadie se le ocurre entablar conversación con los vecinos usuarios de las nuevas tecnologías que tiene al lado. Bienvenidos al mundo de la telecomunicación virtual que tanto nos venden y que sirve, ya se ve, para lo contrario de lo que predican: para incomunicarnos: smartphones de última generación supuestamente inteligentes que tienen la virtud de entontecer a sus propietarios, ordenadores portátiles y tabletas que llevan a todas partes al usuario que está siempre a su disposición, vuelos de avión cada vez más económicos, coches con GPS para no perderte en el espacio y no malgastar tu tan valioso tiempo, que es dinero, y trenes de alta velocidad (TAV, rebautizados entre nosotros como AVE) con los que la distancia dejará de ser un obstáculo para los inversores del futuro, que truecan el día de hoy por el incierto de mañana.

 

    Todo ello responde a la filosofía, por llamarla así, fast-life, inspirada en el fast-food o comida rápida, que lo invade todo: hay que vivir deprisa, ir corriendo a todas partes, comer deprisa, defecar deprisa, viajar deprisa, vivir deprisa, y hasta follar deprisa, que por eso se dice echar un quiqui, o sea, un polvo rápido, castellanización del término anglosajón quicky/quickie, y todo a toda velocidad y mal.

    Frente a este modus vivendi frenético que genera ansiedad, depresión y estrés, vamos a sugerir aquí lo contrario: la filosofía slow-life, por así decir, caracterizada por el slow-food de la comida lenta, el vivir despacio, el ir parsimoniosamente por la vida, pausadamente, a todos los sitios... Ya lo dicen los italianos: Chi va piano va sano e lontano: el que va despacio va sano y lejos.

    Nos inspiramos en el paradójico oximoro latino festina lente que une a la expresión “date prisa, apresúrate” (festina), exigencia de la vida moderna, el adverbio “lentamente” (lente), y que según Suetonio utilizaba el emperador Augusto en su forma griega a la hora de ordenar hacer algo: σπεῦδε βραδέως (speude bradéos). 

 
    En ese sentido, vamos a hacerle a nuestro sedicente gobierno progresista una petición que no atenderá, una reivindicación que no va a considerar, porque atenta contra el progreso que él predica y nos arrolla y, que, como las ciencias, adelanta que es una barbaridad. Pero allá va: Sería interesante, señores del gobierno democrático de la nación, que nos pusieran en vez de TAV o Trenes de Alta Velocidad como nos imponen ahora, TBV, Trenes de Baja Velocidad, que fueran muy despacito, que tardaran en llegar a su destino, que se fueran demorando en todas las estaciones olvidadas, como hacían antes cuando se oía la voz de "¡pasajeros al tren!" y sonaba el silbato del jefe de estación, que nos permitieran asomarnos a las ventanillas y regodearnos disfrutando del paisaje y del aire en la cara y no del acondicionado y enlatado, no poco perjudicial para la salud que nos enchufan ahora, trenes en los que el destino no se comiera el viaje, porque sabemos desde la Odisea de Homero y la reinterpretación que hace Cavafis en su memorable poema Ítaca,  que lo importante no es llegar al destino, a Ítaca, o sea, a la meta cuanto antes, sino el viaje en sí. 

    Es una lata que ahora no se pueda abrir la ventanilla de un vagón, por ejemplo, y no te dejen asomarte. Lástima. No digamos ya que te obliguen a llevar el bozal en la boca, como obligan todavía en el reino de las Españas a los usuarios de los trasportes públicos (RENFE, la Red Nacional de Ferrocarriles de España, te recuerda lo que debes hacer "para protegerte y proteger a los demás": utiliza mascarilla siempre que viajes, aunque podrías quitártela -y perjudicarte a ti y a los demás- en el vagón cafetería para tomarte un sangüis y un refresco, o un café y un delicioso cruasán con parsimonia).    Además no te da tiempo a degustar el paisaje de lo rápido que va el tren: te ponen, en cambio, una pantalla y si te descuidas te echan una película para que no veas lo que te rodea y sí, en su lugar, lo que te ponen.


 Sandringham at home, M. Root (2016)
 
    Me encanta el tren, el viaje pausado que se recrea en los paisajes y en las paradas en las estaciones donde deja y recoge pasajeros que suben y bajan, gente que se puede tratar y con la que se puede charlar, entablando una conversación que puede durar un segundo o lo que dure el viaje o que puede continuarse una vez en destino tomando un café en la cantina... El tren ya no para en ninguna estación. Muchas han sido clausuradas a cal y canto por su baja rentabilidad, al igual que muchos ferrocarriles. Han quitado revisores y han puesto máquinas y cámaras de vigilancia centralizadas. Nadie charla con nadie. Todos van a lo mismo y cada cual a lo suyo, que es lo mismo de todos. Unos llevan auriculares para oír sólo lo que quieren oír y otros llevan ya no libros o periódicos, cada vez más raros de ver, sino tabletas o sofisticados e-books para leer lo que quieren leer. Todos van progresivamente acelerados, con muchísimas prisas. Llegas a tu destino sin enterarte del viaje, lo que te has perdido por el camino. Lástima. 


    Volvamos a la estación de Abando, Bilbao. Una docena de personas se manifiesta caminando despacio contra la rapidez vertiginosa que allí se respira. El contraste con la aceleración imperante es muy grande, tanto que algunas personas frenan sorprendidas, o se enfadan porque tienen prisa. Los manifestantes reparten octavillas en las que se puede leer un simpático panfleto titulado: RECUPEREMOS LA LENTITUD EN UN MUNDO QUE VA CADA VEZ MÁS RÁPIDO... A NINGUNA PARTE, que nadie va a detenerse a leer. Y llevan en pecho y espalda unos rótulos con leyendas como "Que no te empujen", "Frena" ó "¿Por qué corres?”,  despertando algunas suspicacias y simpatías de complicidad, en el fondo no pocas, de la gente del pueblo. 

    Finalmente aparece la policía autonómica vasca -la policía, da igual su denominación de origen, es la misma en todas partes- que, tras identificar a los manifestantes, los invita a disolverse porque al parecer es un delito ir despacio por la vida, sin prisa, sin atropellar ni avasallar a nadie, entorpeciendo el apresurado ritmo de los que creen saber a dónde van y creen que van efectivamente a alguna parte. 

    A lo mejor alguno de los poquísimos que hayan leído esto hasta aquí se queda pensando que aquella docena de chalados que abogaban, como hago yo aquí inútilmente ahora,  por la lentitud,  expulsados por las fuerzas de orden público,  tal vez tratan de decirnos algo a todos con su ejemplo y sus palabras, en lo que tienen no poca sino por el contrario muchísima razón.

(*) El título de esta entrada está tomado de una comedia de Antonio Gala estrenada en 1974.