Leo en la prensa local que cinco mujeres, profesionales de las Fuerzas Armadas nacionales, visitan varios IES, Institutos de Educación (y no enseñanza) Secundaria de Cantabria “contando sus vivencias y las vías para acceder a la carrera militar”. Uno de ellos ha sido el José María de Pereda, nombre que me ha traído a la memoria que allí estuve trabajando durante el curso 1983-1984, si no recuerdo mal, como profesor de lenguas clásicas en el bachillerato nocturno, cuando dirigía el centro el catedrático de griego don Eduardo Obregón Barreda.
Una fotografía a todo color de cinco mujeres uniformadas y sonrientes, y como fondo el salón de actos del instituto repleto de alumnos y alumnas, como dicen ahora innecesariamente para "visibilizar" a las mujeres. Representan, por lo que colijo de sus uniformes militares, los tres ejércitos. La Capitana de Corbeta de la marina abrió el acto programado por la Consejería de Educación, en concreto por la Unidad Técnica de Igualdad y Coeducación, actividad que lleva a estas cinco mujeres de gira por varios institutos a presentar al alumnado de ESO -Educación -y no enseñanza- Secundaria Obligatoria-, Bachillerato y de Formación Profesional con un proyecto que pretende “romper estereotipos y visibilizar el trabajo de las mujeres”.
Me resulta curioso que comiencen por las militares, a las que seguirán científicas y especialistas de Formación Profesional, porque vienen a equiparar a unas y otras, y en concreto a presentar a la juventud la milicia, o sea sin ambages, la Guerra, como la salida profesional de un trabajo más. Cosa que me escandaliza tanto como si trajeran a varias estríperes con un nuevo ciclo profesional consistente en realizar bailes exóticos en lugares públicos donde se consume alcohol a la vez que se desnudan de modo provocativo al ritmo de una melodía sensual, dentro del módulo profesional de prostitución asistida. Porque, vamos a ver, la putería, el oficio más viejo del mundo, como dice a veces la gente, viene a demostrar, tomado por otro lado, que todos los trabajos tienen algo de aquella, a saber, su condición asalariada. Y, claro, algo dentro de uno se rebela contra la consideración de que el ejército sea un trabajo -al fin profesionalizado y profesional- como otro cualquiera, aunque bien claro está que los soldados, como revela la palabra a poco que se analice e investigue su etimología, están a sueldo, igual que todo quisque asalariado, lo que indica que hacen lo que hacen, vamos a llamarlo trabajo, no por el gusto y la gracia de hacerlo, gratis et amore, digamos, sino por la gratificación económica, que cada vez más necesita también de lo que llaman el salario emocional.
Hay al parecer en torno a un 12% de mujeres en las Fuerzas Armadas españolas, aunque hay ramas como el Ejército del Aire y del Espacio (sic), donde su presencia es aún menor.
Resulta a este respecto muy motivador el ejemplo que da la princesa doña Leonor, la futura reina, si Dios quiere, en plena fase formativa por las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas españolas.
Lo que les venden estas cinco mujeres a los estudiantes es la aventura. Una de ellas recuerda la mejor experiencia de su vida a bordo del crucero Juan Sebastián Elcano, el barco más antiguo y emblemático de la armada nacional. Otra les cuenta su participación en varias misiones internacionales en Afganistán y Nepal, países remotos y lejanos que ha conocido gracias a su profesión. Otra les cuenta cómo se convirtió en piloto de helicóptero, y les dice que su profesión es algo más que eso, es una forma de vida, donde está presente la aventura y la acción humanitaria.
La presencia de mujeres con uniformes militares en las aulas rompe sin duda estereotipos. Viene a demostrar que el uniforme no es atributo exclusivo del sexo masculino, sino que puede serlo también del femenino, equiparándose ambos en el servicio de las armas. Pero quizá sería más interesante y pedagógico romper otro estereotipo: el del uniforme. Contra lo que se dice a veces de que el hábito no hace al monje, y de que no hay que fiarse, por lo tanto, de las apariencias, hay que plantear la cosa al revés: las apariencias son la realidad y el monje, en este caso el soldado, hace al hábito, el cual, para ser él uno más y realizarse como tal persona e individuo, tiene que ser y vestir igual que todos y mirarse en los ojos de los demás para verse reflejado como en un espejo.
Podría hacerse, frente a eso, otra cosa para romper estereotipos de género: no equipararnos a varones y mujeres uniformándonos a todos por el mismo rasero y bajo el mismo patrón, sino cuestionar la existencia misma de los ejércitos y los uniformes; no limitarnos a incluir en ellos a las mujeres, sino excluirlas, como estaban hasta ahora salvo en el mito de las amazonas guerreras, y excluir también a los varones, rompiendo en definitiva todas las lanzas y las filas de todos los ejércitos.
Pero, objetarán algunos, ¿quién nos defenderá? Porque los ejércitos estaban para defendernos, pero ¿de quién van a defendernos?, ¿de nosotros mismos acaso?, ¿de nuestros enemigos? Pero ¿quiénes son nuestros enemigos?