Efecto nocebo
El efecto placebo (“agradaré” en latín), por el que
conferimos a una sustancia generalmente inocua poderes curativos
inexistentes en la realidad pero funcionales en nuestra imaginación, tiene su contrario, el efecto nocebo (“perjudicaré” en
latín), que le confiere a una sustancia igualmente inofensiva unos
poderes malignos y perjudiciales para nuestra salud que no posee.
Ambas formas son futuros imperfectos que expresan, por lo tanto, no
un tiempo futuro que, como tal no existe, sino un deseo (el placebo)
y un temor (el nocebo), pero no una realidad, nunca un hecho futuro porque no hay, por definición, hechos futuros. El futuro no es más que el fruto de nuestro deseo o de nuestro temor. Existir, existe, porque lo creamos nosotros con nuestras expectativas y temores. Pero no nos engañemos. Haber, no hay futuro.
¿Viajar o hacer turismo?
Hoy ya no
se viaja para descubrir territorios ignotos, terra incognita de
nuevos mundos, ni islas vírgenes y paradisíacas, porque hemos
descubierto que no existen los paraísos. Cualquiera puede ver en
cualquier momento en la pantalla de su teléfono móvil imágenes del rincón
más recóndito del mundo. Hoy, en realidad, ya no se viaja. Sin
más. Se hace turismo, que no es lo mismo que viajar. El
primer descubrimiento que hace el turista es que no existe el viaje.
El viajero de verdad, el viajero romántico, no sabía a dónde iba,
viajaba para descubrir lo que nadie había visto nunca y él no
conocía. El turista de hoy se traslada para ver lo que ya han visto
y documentado los demás y lo que él ya conoce antes de verlo. Se
hacen públicos los traslados -no vamos a decir viajes, por lo tanto-
en las redes sociales para demostrar que existe el movimiento y que
soluitur ambulando, se
demuestra andando, lo que es falso. Andando puede mostrarse pero no
demostrarse el movimiento, pero ya hablaremos de Zenón de Elea en
alguna otra ocasión...
Templo de Posidón en el cabo de Sunio con la luna roja de fondo.
El viajero romántico podía extasiarse como
lord Byron con la puesta de sol en el cabo de Sunio en Grecia. El
turista del siglo XX, cámara japonesa en ristre, tomaba una
fotografía del evento para contemplarla tiempo después en casa, con
lo que se perdía el espectáculo que fascinó a Byron y que él
posponía en el momento de retratarlo, porque no miraba lo que estaba
viendo. El turista actual del siglo XXI da la espalda al majestuoso
sol poniente en la línea del horizonte donde se confunden el cielo y
la mar salada, y con su teléfono siempre a mano se hace eso que
llaman un selfi autista o autorretrato, que acto seguido publica en
todas sus redes sociales para mostrar dónde está en sus redes sociales: el centro de la imagen no es la puesta de
sol ni el templo de Posidón, que quedan en un segundo plano, sino el
careto sonriente del fotógrafo que parece que quiere decirnos que él está allí y nosotros no, como si quisiera darnos envidia. Pero
lo malo de esa costumbre narcisista de hacerse selfis y publicarlos
en las redes sociales es que se ha generalizado a todos los ámbitos
de la vida privada y de nuestra rutina cotidiana.