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lunes, 18 de noviembre de 2024

¿Por qué los niños ya no juegan en la calle?

    Los niños ya no salen a jugar bulliciosos a la calle en las ciudades porque hay coches que pueden atropellarlos, pederastas que pueden violarlos -hay una excesiva alarma social en torno a las violaciones de niños, aunque quizá sean más frecuentes en el hogar que en la calle-, terroristas asesinos y muchos otros peligros indefinidos a la vuelta de cada esquina, por lo que se quedan, qué pena, en casa enchufados a la consola de videojuegos o a interné o a la caja tonta, o a las tres cosas a la vez. 
 
    El hogar está lleno de instrumentos tecnológicos y juegos para que el niño pueda quedarse el mayor tiempo posible en casa, cadenas y rejas que le impiden ser libre. 
 
    Los niños ya no recorren las calles de la ciudad para ir andando al colegio o al juego porque no tienen autonomía ni movilidad, por eso un adulto los acompaña y conduce en coche casi siempre a todas partes en sus desplazamientos cotidianos hasta la adolescencia.
 
    Habría que reeducar a los niños en el placer de trasladarse a pie o en bicicleta, invitándolos a ir a la escuela sin el acompañamiento paterno, sin miedo ninguno. 
 
 
    ¿Por qué ni siquiera se bañan ya los niños desnudos, gloria bendita de verlos, y despreocupados en las playas? 
 
     Las tiernas criaturas ya no pueden jugar en las plazas y en las calles porque éstas se han convertido en aparcamientos y vías para automóviles, lo que supone un excesivo acaparamiento del suelo público y urbano por parte de los coches. 
 
    Un niño no puede jugar al balón o a la pelota si no se mete a entrenar en un equipo con camiseta, pantalones cortos y zapatillas, con un entrenador y demás parafernalia; a poco que se descuide se lo profesionaliza. 
 
    La infancia es un lujo que los niños de hoy están privados de disfrutar por sus mayores, quienes, sin embargo, disfrutaron de la suya. 
 
     Los adultos los controlan, dirigen y entrenan, condenándolos a una nueva enfermedad: la soledad. Necesitan permiso paterno hasta para tirarse un pedo. No se les deja estar solos fuera de casa. 
 
 
    Se reduce así su movilidad, restringiéndose además a determinados lugares controlados y videovigilados. No les dejan encontrarse libremente en la calle con otros niños que no sean sus amigos y otros adultos que no sean sus padres. Les inculcan el miedo a los desconocidos. 
 
    El empeño de los padres ya no es como hace algunas generaciones, promover progresivamente la autonomía de los infantes, sino garantizar su dependencia y su protección. 
 
    Fuera de casa, prosperan las ludotecas y los parques temáticos siempre bajo la atenta mirada sobreprotectora y la custodia y control de los adultos. 
 
    Los adultos consideran al niño un “educando”, es decir, un sujeto que debe ser educado, que tiene valor no por lo que es sino por lo que llegará a ser el día de mañana. 
 
 Niños in-móviles
 
    El niño de carne y hueso es negado, no importa, no existe. El niño está, como la poesía de Celaya, “cargado de futuro”, excesivamente sobrecargado de la losa fúnebre del porvenir. 
 
    No importa lo que es, sino lo que será mañana, para lo que se le hace que no sea, se mata, de alguna de las maneras que hemos descrito, su infancia, subordinada a un proyecto de futuro. 
 
    El futuro ciudadano democrático será, por consiguiente, un niño muerto. 
 
    Recordemos el Principito de Antoine de Saint-Exupéry: “Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas se acuerdan).” 
 
    Sería bello, muy bello, que liberáramos las plazas de los aparcamientos y las recuperáramos para paseo, descanso y solaz de niños. Sería muy bello por otra parte que los peatones recuperáramos las calles.

lunes, 16 de octubre de 2023

Las calles

    Durante la pandemia era desolador contemplar el vacío de las calles, la soledad de las calles, la desolación de las calles: vacío, soledad, desolación. La calle, el espacio público, se había convertido de la noche a la mañana en una fuente de contagio. Se nos recluía en nuestra privacidad bajo arresto domiciliario y las autoridades sanitarias decían que era por nuestro propio bien. Era  como un castigo, como cuando de pequeños nuestros padres nos castigaban sin salir de casa, sin poder ir a jugar, sin poder echarnos a la calle...
 
    Fuera había peligro de muerte. Estaba en el aire, que así se volvía irrespirable. La consigna más coreada era "Quédate en casa". Si por alguna razón había que salir para hacer acopio de víveres o por cualquier otra necesidad, había que hacerlo con la debida justificación enmascarado y guardando la distancia de seguridad establecida con los otros. El virus eran los otros, y los otros éramos nosotros.
 
    Al mismo tiempo, se instauraba la vigilancia del vecindario desde las ventanas y balcones. Se denunciaba a quien osaba romper el confinamiento. Las cámaras de vigilancia, silenciosas, hacían su labor. 
 
  
    La calle, que había constituido hasta entonces la red social y había sido el ágora y el foro en el que se hablaba, se encontraba uno callejeando con los demás y quizá también consigo mismo al dejar que los demás lo encontraran a uno, se caminaba, se paseaba, se soñaba, se trabajaba o se sufría, se hallaba por orden gubernamental deshabitada. 
 
    En otros tiempos las calles y los parques estaban llenos de vida, eran la segunda vivienda de la gente, que pasaba gran parte de su tiempo en la calle, fuera de su casa. Ahí jugaban niños y niñas, ahí se tomaba la fresca en verano, se charlaba y se compartían las noticias de lo que ocurría. 
 
Ni un alma en las calles
 
     La calle era también un espacio de subsistencia, donde las gentes con menos recursos o sin trabajo temporalmente se buscaban la vida a través de la venta ambulante (siempre perseguida tanto entonces como ahora), la recogida de chatarra, el afilado de cuchillos, la venta de pequeños hurtos o la prostitución de quienes tenían que "hacer la calle". 
 
    Pero las calles se han convertido en carreteras para el tráfico rodado. Los coches se han apoderado de ellas, tanto para circular como para su estacionamiento. Las calles ya no son un lugar de encuentro ni de juegos infantiles en las ciudades.
 
 
    Y las calles, los espacios públicos, se convertían en espacios publicitarios: las grandes marcas comerciales y los partidos políticos las ocupaban con sus mensajes que incitan al consumo compulsivo de inutilidades y con consignas propagandísticas durante las «fiestas electorales». 
 
 
 
       Finalizado el experimento de la pandemia, se diría que las calles han vuelto a ser lo que eran, pero no es verdad, porque la gente ya no es como era: hemos cambiado mucho. No hemos salido ilesos y sin magulladuras. Poco a poco, la gente se ha ido retirando de las calles, refugiándose en su casa y en la virtualidad de las redes sociales y en los seriales televisivos que nos distraen de la realidad. 
 
    Pero es que hay más: Sin duda, la calle se ha convertido en un espacio de control y disciplina gracias a las cámaras de vigilancia, los guardias de seguridad privados en la entrada de bancos y grandes almacenes, y gracias a la policía, que ahora denomina a su labor d entro del estado policial "hacer pedagogía".