Los niños ya no salen a jugar bulliciosos a la calle en las ciudades porque hay coches que pueden atropellarlos, pederastas que pueden violarlos -hay una excesiva alarma social en torno a las violaciones de niños, aunque quizá sean más frecuentes en el hogar que en la calle-, terroristas asesinos y muchos otros peligros indefinidos a la vuelta de cada esquina, por lo que se quedan, qué pena, en casa enchufados a la consola de videojuegos o a interné o a la caja tonta, o a las tres cosas a la vez.
El hogar está lleno de instrumentos tecnológicos y juegos para que el niño pueda quedarse el mayor tiempo posible en casa, cadenas y rejas que le impiden ser libre.
Los niños ya no recorren las calles de la ciudad para ir andando al colegio o al juego porque no tienen autonomía ni movilidad, por eso un adulto los acompaña y conduce en coche casi siempre a todas partes en sus desplazamientos cotidianos hasta la adolescencia.
Habría que reeducar a los niños en el placer de trasladarse a pie o en bicicleta, invitándolos a ir a la escuela sin el acompañamiento paterno, sin miedo ninguno.
¿Por qué ni siquiera se bañan ya los niños desnudos, gloria bendita de verlos, y despreocupados en las playas?
Las tiernas criaturas ya no pueden jugar en las plazas y en las calles porque éstas se han convertido en aparcamientos y vías para automóviles, lo que supone un excesivo acaparamiento del suelo público y urbano por parte de los coches.
Un niño no puede jugar al balón o a la pelota si no se mete a entrenar en un equipo con camiseta, pantalones cortos y zapatillas, con un entrenador y demás parafernalia; a poco que se descuide se lo profesionaliza.
La infancia es un lujo que los niños de hoy están privados de disfrutar por sus mayores, quienes, sin embargo, disfrutaron de la suya.
Los adultos los controlan, dirigen y entrenan, condenándolos a una nueva enfermedad: la soledad.
Necesitan permiso paterno hasta para tirarse un pedo. No se les deja estar solos fuera de casa.
Se reduce así su movilidad, restringiéndose además a determinados lugares controlados y videovigilados.
No les dejan encontrarse libremente en la calle con otros niños que no sean sus amigos y otros adultos que no sean sus padres. Les inculcan el miedo a los desconocidos.
El empeño de los padres ya no es como hace algunas generaciones, promover progresivamente la autonomía de los infantes, sino garantizar su dependencia y su protección.
Fuera de casa, prosperan las ludotecas y los parques temáticos siempre bajo la atenta mirada sobreprotectora y la custodia y control de los adultos.
Los adultos consideran al niño un “educando”, es decir, un sujeto que debe ser educado, que tiene valor no por lo que es sino por lo que llegará a ser el día de mañana.
Niños in-móviles
El niño de carne y hueso es negado, no importa, no existe. El niño está, como la poesía de Celaya, “cargado de futuro”, excesivamente sobrecargado de la losa fúnebre del porvenir.
No importa lo que es, sino lo que será mañana, para lo que se le hace que no sea, se mata, de alguna de las maneras que hemos descrito, su infancia, subordinada a un proyecto de futuro.
El futuro ciudadano democrático será, por consiguiente, un niño muerto.
Recordemos el Principito de Antoine de Saint-Exupéry: “Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas se acuerdan).”
Sería bello, muy bello, que liberáramos las plazas de los aparcamientos y las recuperáramos para paseo, descanso y solaz de niños. Sería muy bello por otra parte que los peatones recuperáramos las calles.