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lunes, 26 de agosto de 2024

La perseverancia del jardinero

    Una manera de acercarse a la realidad, y de conocer la historia, es a través de la ficción, cuyo parecido con la realidad no es 'mera coincidencia'. Es lo que hizo el novelista John Le Carré (1931-2020) en su novela The Constant Gardener, 'El jardinero constante” publicada en 2001, que se tradujo entre nosotros como “El jardinero fiel”. Los amantes del séptimo arte pueden ver su puesta en escena cinematográfica con el mismo título, dirigida por Fernando Meirelles en 2005 y protagonizada por Ralph Fiennes y Rachel Weisz, que se presentó ante el gran público como una historia romántica de amor (love at any cost, 'amor, a cualquier precio') pero que era, afortunadamente, muchísimo más que eso.

      La joven y hermosa protagonista Tessa Quayle, encarnada por Rachel Weisz, es asesinada cerca del lago Turkana, en el norte de Kenia. Su supuesto amante africano y compañero de viaje, un médico al servicio de una ONG, ha desaparecido de la escena del crimen y es el principal sospechoso. Justin, el marido de Tessa, aficionado a la jardinería y diplomático en la embajada británica de Nairobi, emprende su particular pesquisa en busca de los asesinos de su mujer y sus motivos, y descubre que su presunto amante, que también aparecerá muerto poco después en extrañas circunstancias,  era homosexual. Sus perseverantes indagaciones le llevan por todo el mundo desde el Foreign Office londinense a distintos países de Europa, a Canadá, de nuevo a África, a lo más profundo de Sudán del Sur, y, finalmente, al mismo lugar donde Tessa murió, descubriendo el extraordinario coraje de la mujer a la que apenas tuvo tiempo de amar. Descubrirá mucho más de lo que esperaba toda una trama urdida para que no salgan a la luz los experimentos ilegales de un nuevo medicamento que ha matado a muchos niños, encontrando su muerte en el lago Turkana donde fue asesinada su mujer.

    El argumento de la novela está inspirado libremente, al parecer, en un caso sucedido en la vida real en Kano, Nigeria, que involucra a la farmacéutica Pfizer en unos ensayos clínicos ilegales con niños africanos en la década de los noventa. Ni sus padres ni el gobierno de Nigeria sabían que el fármaco para combatir presuntamente la epidemia de meningitis que les suministraron se encontraba en fase experimental. Según el Washington Post, Pfizer aplicó su fármaco a un centenar de niños que habían contraído una cepa muy letal de la enfermedad. La prensa local reportó en su momento que el experimento causó muertes y malformaciones a aproximadamente doscientos niños de la región que ignoraban que estaban siendo utilizados como “conejillos de indias”.

    El gobierno nigeriano demandó a la farmacéutica y le pidió dos mil millones de dólares, pero Pfizer negó los cargos e incluso llegó a asegurar, en el colmo del cinismo, que gracias al controvertido fármaco se habían salvado las vidas de muchos niños aquejados de meningitis.

    Luego de que esta terrible historia saliera a la luz, Pfizer fue llevada a juicio por sus acciones. Originalmente el gobierno de Nigeria demandó a la farmacéutica por dos mil millones de dólares, pero la empresa negó todos los cargos. Incluso llegó a asegurar que Trovan, el nombre del controvertido fármaco, salvó las vidas de muchos niños que estaban luchando contra la meningitis, como queda dicho, pero finalmente se llegó  a un acuerdo entre la farmacéutica y el gobierno por 75 millones de dólares para indemnizar a las familias de los fallecidos, según informa The Guardian o El Mundo, en español. 

    Se hacía verdad así una vez más aquello de que fue peor el remedio, el fármaco experimental, que la enfermedad que pretendía combatir.

lunes, 10 de octubre de 2022

Héroes sanitarios

    El infantilismo del norteamericano medio no tiene límite como demuestra el hecho de que Pfizer-BioNTech, el gigante farmacéutico estadounidense, se haya asociado con la factoría Marvel -¿cómo me las maravillaría yo?- para crear un cómic propagandístico destinado a retrasados mentales instando al público de los infames productos de esa casa a someterse a un pinchazo contra las últimas subvariantes de la última variante del virus coronado, un virus semper mutabile que evoluciona tanto que cuando pronunciamos su nombre ya ha adquirido otra identidad y otro nombre, y a convertirse de este modo en ‘héroes sanitarios de la vida cotidiana corriente y moliente’.

    El argumento, si puede llamarse así, de este despropósito e historia infantiloide, es que un abuelo y su familia, convenientemente enmascarados, aguardan en la sala de espera de una clínica yanqui contemplando como espectadores pasivos -hecho muy significativo este- la televisión. 

    Salta entonces la noticia de última hora en la pantalla de que se ha producido un ataque terrorista de Ultrón, el supervillano -ficticio, insisto en el adjetivo- de los cómix de la Marvel, un robot malísimo cuyo objetivo es destruir a la humanidad, y que evoluciona constantemente y se hace cada vez más fuerte, y muta cual Proteo como el terrible virus en nuevas cepas no dejándose atrapar. 


     El abuelo explica a sus hijos y nietos que el villano Ultrón es el virus coronado Omicrón, que “sigue cambiando”, por lo que los Vengadores -que son los héroes de la maravillosa Marvel y representan -maravíllate- las inoculaciones letales de Pfizer- “siguen adaptándose y reestructurando sus estrategias” para combatirlo, no sin pocas dificultades, porque sigue “evolucionando” como demuestran las últimas subvariantes adoptadas BA.4 y BA.5 .

    El Capitán América, por ejemplo, que está claro lo que representa, entra en escena y es empujado al borde de la derrota, pero entonces aparece el refuerzo de Ironmán que llega con una potente arma de destrucción masiva: un flamante cañón de energía ionizada que hará saltar a Ultrón por los aires expulsándolo al espacio exterior. 


     La lección del abuelo es que la actualización de los sueros de Pfizer pueden como Ironmán con el refuerzo de su potente cañón de iones neutralizar a Ultrón, o sea a Omicrón, que es el último nombre de la amenaza.

    Algo falla y mucho en este relato tan simplón del abuelete. Efectivamente, las inyecciones se adaptan a las nuevas formas que toma el enemigo, pero cuando ya se han adaptado a él, el enemigo, que no es tonto, como queda dicho, va y muta adoptando otra forma, por lo que no pueden destruirlo, entrando en un bucle que no tiene fin, y probando así su ineficacia. Pero no solo eso, porque tampoco son seguras, dado que han hecho enloquecer al sistema inmunitario defendiéndose quijotescamente de un enemigo fantasma sin ninguna necesidad. Por eso, cuando el abuelo le pregunta a Ironmán si los Vengadores se retirarán, el heroico hombre de acero le responde: “Solo estamos empezando”.

    Finalmente, el abuelo y toda su recua recibirán la inoculación, que a eso habían ido y no a otra cosa a la clínica, y nos mostrarán orgullosos y sonrientes la tirita en el deltoides de su brazo izquierdo o derecho como si fuera la cicatriz de guerra por donde ha recibido la proteína  de la espícula. 


     La guinda del pastel la ponen los albañiles, enfermeras, limpiadores de ventanas, estudiantes y una abuela con el lema: “¡Los héroes cotidianos no llevan capas!” Pero sí llevan todos y cada uno una tirita en el deltoides, la señal de que han recibido la última inoculación, porque los héroes de cada día se preocupan tanto por la causa sanitaria que dan su vida por ella heroicamente.

    Y así el abuelo ahora se ha convertido en Pfizer-bioNTechmán, un vengador más, como el Capitán América, como el mismísimo Ironmán, por el simple hecho de haberse sometido a una inoculación innecesaria. Pero no olvidemos una de las características definitivas del héroe: la muerte heroica. En efecto, todos los héroes, cotidianos o no, deben ofrecer su vida por una causa que le dé sentido y la ennoblezca. Esa causa por la que deben estar dispuestos a morir es la sanidad, el higienismo a ultranza, que no la salud. Son héroes sanitarios, lo que no beneficia a la salud de nadie, sino solo a los laboratorios de productos tóxicos con ánimo de lucro.