Se cuenta que una noche la Luna, la misma diosa
noctívaga que inspirará a los poetas románticos y que los griegos llamaron
Selene, la reina de la nocturna bóveda celeste que nunca permanece idéntica a
sí misma sino que experimenta cambios que la hacen crecer y menguar, la que
desaparece durante tres noches del cielo para renacer al cuarto día, contempló
a un joven y hermoso pastor que dormía descuidado y desnudo en un agreste
paraje cercano a Mileto, en el Asia Menor, y se enamoró apasionadamente de él.
Endimión, Diana y Cupido, de Langlois
La casta divinidad que era la Luna, encarnación
de Ártemis pudorosa o Diana virginal y cazadora, hermana de Apolo solar y
luminoso, había hecho voto de eterna castidad, y se veía así perturbada ante la
belleza masculina de un simple mortal, un joven efebo llamado Endimión.
Todas las noches que podía buscaba con sus rayos
de plata al joven y lo iluminaba para que su belleza resplandeciera aún más con
su luz argentina.
Visión de Endimión, Edmund Poynter (1901)
Selene está íntimamente relacionada con la noche. Sus rayos de luz lívida y
cárdena desvelan, velándolas con un halo de misterio, las cosas del mundo. La
casta diosa había concebido una pasión irracional que sólo logró algo de
sosiego cuando una noche, rompiendo sus votos de castidad, se unió carnalmente
con el codiciado mancebo en la intimidad de una gruta del monte Latmo,
entregándole su doncellez.
El padre Zeus, a petición de Selene, le concedió
a Endimión, paradigma de todos los poetas enamorados de la luna fantástica y soñada
que vendrán después de él, la realización de un deseo, y él eligió, no podía
elegir otro deseo más puro, la muerte: el don de dormirse en un sueño eterno,
el sueño de la muerte, es decir, el don de la inmortalidad.
No en vano el hermano gemelo de Hypno, el sueño, se
llama Thánato, la Muerte, que es masculina en griego como en alemán. En latín el nombre de la muerte, Mors, es femenino, y por lo tanto en
nuestras lenguas romances también, pero tenía
un sinónimo de género neutro, Letum de
donde deriva nuestro adjetivo "letal", que significa
"mortal".
En
alemán la Luna, en su lengua Der Mond tiene
género gramatical masculino que se contrapone a Die Sonne, el Sol, que
lo tiene
femenino; no sería para los germanos la Luna la encarnación de Diana,
sino de
su hermano Apolo, invirtiendo las tornas que en romance hacen masculino
al
astro rey y femenina a la reina de la noche. Sirva este lugar para
denunciar,
una vez más, la arbitrariedad de los géneros gramaticales. En aquellas
lenguas
que los tienen, como la nuestra -otras como el inglés carecen de ellos-
sirven
para clasificar el vocabulario, y el que una palabra sea de género
femenino no
se explica por su supuesta "feminidad", sino que, al contrario,
muchas veces la "feminidad" se explica por alguna presunta
característica de las palabras que tienen género gramatical femenino.
Así se
puede llegar a decir que la luna es "femenina" de por sí porque es
pasiva y receptiva, no tienen luz propia, sino que recibe la del sol, que sería
"masculino" porque es activo, y la nota "actividad" pasaría
a ser una característica de la virilidad... Pero ya vemos que lo que
sucede en
una lengua no tiene por qué suceder en las demás, y sería muy majadero y cerril
considerar que nuestra lengua es la que vale más que las otras, sin
percatarnos de lo
relativas que son todas.
Volviendo al joven amante de la luna, el lunático
Endimión permanecería eternamente dormido de modo que la lozanía de su juventud
no sufriese alteración, por siempre y para siempre joven. Cuentan que desde entonces,
la Luna vela su sueño eterno todas las noches en lo alto del universo.
Sueño de Endimión, de Girodel
Gustvao Adolfo Bécquer, que le ha regalado a nuestra
lengua algunas de las más bellas palabras que en ella se han escrito, tanto en
verso, en sus Rimas, como en la poética y romántica prosa de sus Leyendas, escribió una historia de amor imposible de un hombre que se enamoró de la Luna.
En su
leyenda soriana “El rayo de luna”, crea a un personaje,
Manrique, que quizá no sea más que un trasunto suyo, que “amaba la soledad, y
la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque
su sombra no le siguiese a todas partes.” Continúa el romántico poeta: “Amaba la soledad
porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus
ensueños de poeta, porque Manrique era poeta…” Este Manrique se enamoró de una
mujer imposible, fruto de su imaginación, de su deseo o de su fantasía. Quizá
mejor que de una mujer deberíamos decir nosotros que se enamoró de una
criatura, es decir, de una creación de su imaginación. Mejor aún: de un ángel
descarnado y asexuado.
El sueño de Endimión, Nichlas-Guy Antoine Brenet, 1756
¿Cuál
será el sexo de los ángeles? Era esta
una de las cuestiones que entretenía a los sabios de Bizancio, famosos
por sus
disquisiciones bizantinas. Se
preguntaban dichos filósofos, mientras las tropas otomanas entraban a
saco en
Bizancio, si los ángeles serían hembras, machos o hermafroditas. Igual
que
nuestro Manrique, que no queremos que sea heterosexual, ni tampoco
homosexual,
sino en todo caso bisexual o, mejor aún, pansexual o asexual, enamorado
de una
criatura angelical sin sexo determinado o concreto y que a la vez
encarna todos
los sexos posibles o soñados y ninguno de ellos en particular,
enamorado, como buen romántico, de la Luna, es decir, de lo imposible.
Cuando su anciana madre le preguntaba que
por qué se consumía en la soledad, y por qué no buscaba una mujer real de carne
y hueso a quien amar y con la que poder ser feliz, él no decía más que “El
amor… es un rayo de luna”.
Selene y Endimión, mosaico romano, Museo del Bardo, Túnez
En su lecho de muerte, pues Manrique al igual que Endimión se adentra en el sueño de la muerte, gritaba una y otra vez “¡No!” a
las vanas apariencias del mundo, y reconociendo la falsedad de todo: “Mentiras
todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro
antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué? ¿Para qué? Para
encontrar un rayo de luna…”
Concluye
la leyenda afirmando el poeta que Manrique, el otro poeta, estaba loco; o por
lo menos todo el mundo lo creía así, matiza. Y nos hace al final una advertencia. Habla la
razón por boca del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, uno de nuestros más insignes
líricos, y lo hace para darle la razón a la locura: “A mí, por el contrario, se
me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio”.
Nox erat et caelo fulgebat
Luna sereno, cantó Horacio:
"Era de noche y
en cielo sereno brillaba la luna".