Madrid amanecía
del sueño a cuestas.
Era un once de marzo
como cualquiera.
Otro día de tantos
de dura brega,
de lucha por la vida,
que no era fiesta.
Desde los arrabales
los trenes vuelan,
zarpan uno tras otro,
a toda vela
hasta el corazón mismo
de la gran bestia,
la urbe que nos deslumbra,
falsa moneda.
Va la plebe al trabajo
sin que se sepa
que para mucha gente
puede que sea
éste su último viaje,
y que no vuelvan.
Van a que los engulla,
vivos, la fiera
máquina en su engranaje,
rutina ciega,
a inmolarse en sus aras
a tumba abierta,
a jornal mercenario
de unas pesetas,
a ganarse la vida,
ay, y a perderla.
Estallaron las bombas,
malditas sean.
Desgarran cuerpos y almas
en que hacen presa.
Nadie puede creerlo
ni se hace idea.
Ya galopa el dolor
a rienda suelta.
Se abren, vivas, las carnes,
rotas las venas.
Deja, roja, en el alba
la sangre huella.
A la estación de Atocha
la muerte llega,
la que nadie esperaba,
la que no espera.