Érase una vez un beduino que recién llegado a Bagdad después de una larga travesía por el desierto y no poco aturdido por el gentío tropezó al doblar una esquina con otro beduino, cayendo ambos al suelo.
-Perdón -dijo educadamente mientras se levantaba y recuperaba del golpe.
-No hay de qué. No sé de quién ha sido la culpa. Los dos íbamos distraídos. -contestó el otro hombre recuperándose también de la caída.
-Déjame que te haga una pregunta, por favor: ¿tú eres tú o eres yo? ...Te lo pregunto porque si eres yo, entonces yo debería ser tú.
-¡Menuda pregunta! Me parece a mí que estás algo zumbado de la cabeza, si no lo estabas ya antes del golpe.
-No, lo pregunto porque tú y yo somos de la misma edad y complexión, beduinos ambos. Los dos vestimos ropas iguales. Yo diría que nos parecemos como dos gotas de agua. Pensé que podría haberme confundido contigo tras la caída.
-¡Por supuesto que yo soy yo y tú eres tú!
-Pues eso es lo que yo decía: pero si tú eres yo y yo soy tú, entonces entramos en un círculo vicioso, y me pregunto para salir de él ¿quién, por el amor de Dios, soy yo?
-Tú sabrás...
-¿Qué
voy a saber? Mi padre me decía a menudo: "Dime con quién
andas y te diré quién eres". Sus palabras me perseguían día
y noche porque yo quería saber quién era. Me decía también que
tuviera cuidado con las malas compañías. Pero yo no sabía si mis amigos eran buenos o malos. Tampoco sabía si el bueno o el malo era yo.
-El mío decía que valía más estar solo que mal acompañado.
-¿No le preguntaste nunca al mulá de la mezquita?
-Sí, una vez le pregunté y me dijo: “Sé tú mismo”. Pero para ser yo mismo necesitaba lo primero saber quién era yo. Por eso me lo preguntaba y sigo preguntándomelo ahora: ¿Quién soy yo? Sigo sin saberlo.