Mostrando entradas con la etiqueta Troya. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Troya. Mostrar todas las entradas

sábado, 9 de octubre de 2021

"¡Que arda Troya!"

    "¡Que arda Troya!" Dijo Príamo el rey de Troya cuando recuperó, rebosante de gozo inesperado, a su hijo Paris al cabo de los años convertido en un buen mozo como el discóbolo de Mirón. Lo había abandonado cuando nació porque una profecía pronosticó que el recién nacido sería la causa de la destrucción de la ciudad. 

    Más que una profecía fue un sueño, y más que un sueño una pesadilla de su mujer, la reina Hécuba, que soñó que paría un tizón ardiente. Preguntado el intérprete de sueños por el significado metafórico de dicha pesadilla, dijo que el vástago que la reina engendraba en su seno iba a ser la causa directa de la destrucción de Troya, que perecería víctima del fuego. 

Vista de Troya en llamas,  J. G. Trautmann (1713–1769)

     Nada se sabía todavía del virus informático ese que iba a causar un gran estrago en muchos sistemas operativos, que llaman el Troyano, en conmemoración del caballo de madera que, hueco por dentro, hizo llenar de soldados griegos Odiseo.  

    Mejor dicho, sólo alguien barruntaba algo. Era Casandra, un personaje trágico y a la vez libre, de la que se ha dicho que estaba condenada a decir la verdad y a que nadie, sin embargo, creyera en ella, pero lo único que ella sabía decir era "no" para denunciar la falsedad de la realidad, que está entretejida de apariencias. Por eso se opuso a meter el funesto caballo de madera en Troya, que no era lo que parecía.

    Hay una máxima muy buena de Nicolas de Chamfort (1741-1794), que dice así: Casi todos los hombres son esclavos por la misma razón que los espartanos daban de la servidumbre de los persas: por falta de saber pronunciar la sílaba “no”. Saber pronunciar esta palabra y saber vivir solo son los dos únicos medios de conservar su libertad y su carácter.

     Sin embargo, los troyanos no le hicieron ningún caso a la loca de Casandra. Y así les fue. El virus estaba inoculado. 

    ¡Que arda Troya!  Decimos ahora nosotros igual que Príamo. Y no nos duelen prendas, conscientes como somos de que nosotros en cuanto seres reales y por lo tanto falsos vamos a arder también con ella. ¡Que arda la realidad toda víctima de las llamas de nuestro cóctel incendiario que lanzamos contra ella, unas llamaradas capaces de devorar lo más abstracto, lo que, intangible, se muestra difuso y difícil de identificar y de combatir, las ideas que la constituyen y que como férreas columnas la sostienen, y que no podrían hacerlo sin la fe inquebrantable que nosotros depositamos en ellas!