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jueves, 16 de abril de 2020

Los Muertos, de Gabriel Albiac

Publica Gabriel Albiac una espléndida columna en el diario ABC el 13 de abril de 2020 titulada Los Muertos, que me permito transcribir para comentar tres referencias clásicas que incluye.

He aquí, sin su permiso, el texto que copio y pego: 

Es fácil descender a los infiernos. Regresar de allí es la tarea más ardua (1). Pero, sin ese viaje, quede claro, nadie accede a la plena condición humana: la experiencia de la muerte. De la muerte de los otros, que es la única muerte que experimentamos (2). Y, entre los otros, la muerte de aquellos a los que amamos. Ése es el rito de paso: el único ineludible. Retornar entre los vivos, tras haber atravesado el misterio en el cual late lo sagrado, lo indecible de la muerte, es iniciar una vida de hombre. 

Y no hay retorno si no hay viaje. Viaje al reino de las sombras, sin el cual nuestras vidas se pudrirían en una larga adolescencia, un ameno inacabamiento. 

La muerte debe ser mirada a los ojos, en la medida misma en que sabemos que nunca entenderemos su lógica. Y el viaje a través del reino de las sombras nos hará el don, si sabemos cruzarlo sin cerrar los ojos, de merecer la luz. Aunque apenas la atisbemos. Eso advierte la Sibila a Eneas: «Fácil es descender a los infiernos... Retornar de allí, no lo es tanto». Retornar es tarea de héroe. Lo demás, en su vida, habrán sido juegos. Sólo juegos. 

Al cabo ya de un mes de confinamiento, me golpea la hermética constatación de una ausencia: la de los muertos. Ausencia material como simbólica. Los muertos han quedado en sólo cifras. Y han sido, en esas cifras monstruosas -16.000 oficiales, que serán el doble, en España-, eludidos. Con el pulcro borrado de las estadísticas. No los hay en lo simbólico: sin excepción casi, sobre la necia -¿la perversa?- pantalla de los televisores, voces pizpiretas canturrean cifras y horrores con voz y tono idénticos a los usuales en concursos y pasatiempos. No hay un signo de luto verdadero. No hay ni asomo de ese serio abordaje trágico que es el exacto contrario del obsceno melodrama. Por ninguna parte. Y, sin embargo, la tragedia está aquí. Primordial como pocas veces la hemos conocido. El dolor acumulado es atroz. No se dice. Y a la muerte la desplaza el espectáculo. Inofensivo. Se tapona, así, en quien sobrevive, el dolor verdadero. De realidad humana primordial, la muerte pasa a convertirse en recurso virtual de redes e imágenes: nadería. Y queda, así, invisible. Y el duelo, esa esencial travesía del Averno en la cual afrontar la verdad más honda, queda bloqueado. 

Y, sin embargo, el duelo es lo que nos hace hombres: el dolor que se sabe inaceptable y ante el cual, sin embargo, no nos está permitido cerrar los ojos. La aceptación de este mundo inaceptablemente doliente que es el nuestro. Toda la emoción humana cabe en la larga noche en la cual Aquiles conversa con el cadáver de Patroclo. Y en la desolación de Odiseo en los infiernos ante su muerta madre que ni siquiera lo reconoce. Pero sólo después de haber atravesado, ojos abiertos, tal dolor, podrá Odiseo retornar al mar y al viaje. Con su dolor. Irrenunciable. Tras el duelo, «nuestro barco las aguas dejó del océano, el gran río, / y salió nuevamente a las olas del mar anchuroso» (3). A eso llamamos luto. Eso nos niegan. 

oOo

(1) Se trata de las primeras palabras que le dice la Sibila de Cumas a Eneas, al que va a acompañar en su descenso a los infiernos en el libro VI de la Eneida de Virgilio, concretamente los versos 127-130. Así dicen en latín: ...facilis descensus Auerno; / noctes atque dies patet atri ianua Ditis; / sed reuocare gradum superasque euadere ad auras, / hoc opus, hic labor est. Vienen a decir algo así: ...es fácil bajar al Infierno, / noche y día se abre la puerta de Dite sombrío; / pero volver sobre el paso y salir al aire de arriba, / tal el trabajo y tarea. La referencia a Dite, “el rico”, es una alusión apotropaica a Plutón o Hades, el dios del inframundo. Se han hecho proverbiales entre nosotros las palabras facilis descensus Averno: fácil es la bajada al Averno, dando a entender que lo difícil es desandar el camino andado, y subir una vez que se ha bajado. Hay una máxima griega, que Diógenes Laercio (IV, 49) atribuye a Bión de Borístenes, que es el perfecto correlato griego de la frase virgiliana: εὔκολον ἔφασκε τὴν εἰς ᾄδου ὁδόν: decía que es fácil el camino al Hades.

(2) Encuentro aquí un eco de Epicuro que en su carta a Meneceo establece que nosotros y nuestra muerte somos incompatibles: El más aterrador, por tanto, de los males, la muerte, nada es para nosotros, por cuanto mientras nosotros estamos, la muerte no está presente;  y cuando la muerte esté presente, entonces nosotros no estaremos. Por tanto, ni para los que están vivos es,  ni para los que han muerto, por cuanto para unos no está, y los otros ya no están ellos. (Traducción de Luis -Andrés Bredlow). Detrás de estas palabras se oculta un descubrimiento muy sencillo, que repetirá Lucrecio en latín, haciéndose eco del divino Epicuro: nil igitur mors est ad nos neque pertinet hilum (De Rerum Natura, III, 830): Nada es pués a nosotros la muerte y nada nos toca. (Traducción de García Calvo). No tenemos ninguna experiencia previa de la muerte propia. O como dice Albiac, la única muerte que experimentamos durante nuestra vida es la de los otros, la muerte ajena, nunca la propia.

(3) Cita Albiac los dos primeros versos del canto duodécimo de la Odisea de Homero en la traducción de Pabón: Así dicen en su original griego: αὐτὰρ ἐπεὶ ποταμοῖο λίπεν ῥόον Ὠκεανοῖο / νηῦς, ἀπὸ δ᾽ ἵκετο κῦμα θαλάσσης εὐρυπόροιο. En el canto anterior se narra el descenso a los infiernos de Odiseo, que viaja a la mansión de Hades a consultar al adivino Tiresias sobre su regreso a Ítaca. Allí se encuentra con las almas de muchos combatientes que habían muerto durante la guerra de Troya, y con la de su madre, que se había quitado la vida en su ausencia. A continuación Odiseo, Ulises, vuelve al mundo de los vivos y se hace a la mar: "Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar..."

miércoles, 18 de marzo de 2020

La peste de Atenas

En el año 430 a. C. se produjo una epidemia devastadora en la entonces poderosa ciudad-estado de Atenas, que destruyó su hegemonía en la Hélade y se llevó muchas vidas por delante. 

Atenas, que estaba sumida por entonces en la Guerra del Peloponeso contra Esparta, se vio obligada a recibir a mucha gente del campo que buscaba refugio entre sus murallas, por lo que se convirtió en el caldo de cultivo idóneo para una pestilencia de gran magnitud en la que entre otros muchos murió su gobernante Periclés. 

La peste de Atenas la narró Tucídides, el historiador, en griego y en prosa, quien, según parece, consiguió sobrevivir y constatar sus síntomas, víctima de ella:  pues al principio los médicos, por ignorancia, no tenían éxito en la curación, sino que precisamente ellos morían en mayor número porque eran los que más se acercaban a los enfermos, ni tampoco ningún otro remedio humano; y fue inútil suplicar en los templos y recurrir a los oráculos y medios semejantes, y, finalmente, las gentes desistieron de usarlos vencidas por el mal (Tucídides, Guerra del Peloponeso, II, 47.4, traducción de F. Rodríguez Adrados:  οὔτε γὰρ ἰατροὶ ἤρκουν τὸ πρῶτον θεραπεύοντες ἀγνοίᾳ, ἀλλ᾽ αὐτοὶ μάλιστα ἔθνῃσκον ὅσῳ καὶ μάλιστα προσῇσαν, οὔτε ἄλλη ἀνθρωπεία τέχνη οὐδεμία· ὅσα τε πρὸς ἱεροῖς ἱκέτευσαν ἢ μαντείοις καὶ τοῖς τοιούτοις ἐχρήσαντο, πάντα ἀνωφελῆ ἦν, τελευτῶντές τε αὐτῶν ἀπέστησαν ὑπὸ τοῦ κακοῦ νικώμενοι).

En latín y en verso volvió a narrarla siglos después Lucrecio al final de su poema didáctico De rerum natura, donde trataba de librar a la humanidad, siguiendo a su maestro Epicuro, del miedo a la muerte. 

Según algunos estudios, la plaga, que parece que fue una fiebre tifoidea, se habría originado en Etiopía y a través de Egipto y Libia habría llegado al puerto del Pireo entre el 430-426 antes de Cristo cambiando el curso de la guerra entre las dos superpotencias de entonces e inclinando la balanza hacia el bando espartano, lo que conllevó el final del siglo de Periclés. Ni los médicos ni las plegarias a los dioses lograron contener su propagación a través del agua corriente.

 La peste de Atenas, Michiel Sweerts c.1652-1654

Agustín García Calvo en su espléndida traducción en hexámetros castellanos con rima asonante del poema lucreciano (De rerum natura, De la realidad, Lucrecio, editorial Lucina, 1997) la resume así en una paráfrasis en prosa al pie de su versión en verso: 

(La peste de Atenas), engendrada por un aire pestilente venido del Egipto [sigue la descripción de la epidemia que asoló el Ática al año segundo de la guerra del Peloponeso, tal como la describe Tucídides II 47-52, aunque añadiendo algunos rasgos, como ese mismo del origen, que sugieren que Lucrecio leyó también algún informe acaso de escritores médicos: pero, aun así, la correspondencia con el testo de Tucídides, a veces muy cercana, brinda una ocasión singular para discernir cómo una misma materia se convierte en cosas distintas bajo el tratamiento de la prosa histórica o de la poesía], en la cual, los síntomas de penetración, de la cabeza y garganta al pecho (con escasa fiebre por fuera, pero abrasándose por dentro, al punto de que algunos se arrojaran de cabeza a los pozos, y no pudiendo soportar ni la más ligera ropa), venían al octavo o noveno día a hacer crisis, que era generalmente muerte, y aun los que escapaban solían perecer luego de negro flujo de vientre u otras diversas consecuencias, o acababan en mutilación de miembros, para cortar la estensión al mal, o, con la angustia de la muerte segura, en pérdida del juicio [algo más distinguidos por fases que en Tucídides, se mezclan los síntomas que diríamos gripales con los disentéricos, si aplicáramos clasificaciones venidas con el progreso de la Medicina, y de las enfermedades, tal que, entre las actuales, es difícil reconocer nada comparable en implicación de órganos diversos, a esta peste ática].

La plaga de Atenas, Stanley Meltzoff (1917-2006)

Se añadían las muertes de animales también contaminados, perros y hasta buitres, que rehuían los cadáveres o, si los tocaban, caían bajo el mismo mal; y ensombrecía todas las almas tanto el ansia de los que, al sentir en sí los síntomas, se sabían condenados, como el miedo de otros al contagio, que no evitaba el caer bajo la peste ni a los que cobardemente rehuían el cuidado de los enfermos ni a los que, valientes y condolidos por las quejas de los moribundos, iban a atenderlos; el mal cundía igualmente entre los campesinos, que morían apelotonados en sus chozas, y el hacinamiento de los que huían del campo aumentaba en la ciudad la pestilencia y la miseria, llenos de cadáveres los paseos y las fuentes públicas, y hasta los templos, que abrían los sacristanes para asilo; en fin, respetos religiosos y humanos se perdían, y los cadáveres o quedaban abandonados por las calles, o también había quienes en las piras fúnebres de otros arrojaban los de sus muertos a escondidas, viniendo a veces a enzarzarse en riñas encarnizadas, antes que abandonar los cuerpos. 

La peste de Atenas, François Perrier 1640

Con esta visión de muerte multitudinaria se cierra el De rerum natura tal como nos ha llegado, y en todo caso, de manera fiel a la actitud de atacar el miedo a la muerte sin más recurso que su total reconocimiento, llevando a las últimas consecuencias la creencia de que también la muerte es natural. 

Agustín García Calvo, edición crítica y versión rítmica del De rerum natura, De la Realidad, de Lucrecio. 
(Al transcribir el texto he respetado las grafías testo y estensión del autor, que no son erratas, sino voluntarias).