Ante el lío que se hacen
algunos con las formas prefijadas “e-migrantes” (e/ex,
prefijo centrífugo, como en exportar o
exhumar) e “in-migrantes” (in, prefijo centrípeto
como en importar o
inhumar), que dependen de la situación que adopte el hablante, se ha impuesto la moda de hablar simplemente de personas “migrantes”,
a imitación de “aves migratorias”. El verbo latino migrare,
origina el castellano migrar,
que significa trasladarse. Además de los citados compuestos emigrar
e inmigrar
tenemos transmigrar.
Emigrar
significa, dicho de una persona, abandonar el propio país para
instalarse en el extranjero.
Inmigrar
significa, referido a la misma persona, llegar a un país extranjero
e instalarse en él.
Migrar
quiere decir, simplemente, trasladarse, como hacen, por ejemplo, las
aves migratorias.
Transmigrar, que
tanto nos cuesta pronunciar, y por eso preferimos decir y escribir
trasmigrar, indica que toda una
nación o gran parte de ella se instala en otro país, pero también
para los que creen en la metempsicosis que el alma de un cuerpo se
reencarna en otro cuerpo.
El gran Van Gogh, Bruno Catalano (2013)
Una vieja fábula de Esopo presenta
como ninguna otra el drama del emigrante. Se trata de El grajo y los
cuervos, la número 123 según la numeración de Perry (125 Hausrath y 161 Chambry).
Oigámosla: Un grajo que aventajaba
a los demás grajos en tamaño, lleno de desprecio por los de su
raza, se marchó con los cuervos y les pidió que le dejaran
compartir su vida con ellos, pero los cuervos, que desconocían su
forma y su voz, lo echaron a golpes. Y éste, rechazado por ellos,
marchó de nuevo con los grajos que, indignados por su ofensa, no
quisieron admitirlo. Y así ocurrió que fue excluido de ambas
comunidades.
Igual pasa con los hombres que
abandonando su patria prefieren otra tierra, en ésta son mal
considerados por ser extranjeros y son rechazados por sus
compatriotas por haberlos despreciado. (Traducción de P. Bádenas
de la Peña).
La fábula la imitó Fedro en latín (I 3) en
dieciséis senarios yámbicos cambiando los cuervos por los pavos: un
grajo se adorna con las plumas de un pavo real para mezclarse con
ellos y pavonearse, nunca mejor dicho. Pero estos lo despluman y
expulsan a picotazos. Regresa con los de su especie, que también lo
rechazan por haber menospreciado su naturaleza.
La fábula la imitó también Valerio Babrio en coliambos
griegos (101), cambiando los animales: un lobo corpulento se cree el rey de la selva y, abandonando a los suyos, se va a vivir con los leones. Una zorra le advierte de que entre lobos parece un león, pero entre leones siempre será un lobo.
La fábula esópica la remedó Lafontaine en francés (IV 9), que sustituyó al grajo por un arrendajo que quiere imitar a los pavos, dándole un nuevo sesgo, dirigiendo su censura moral contra los plagiarios, y Samaniego entre nosotros (IV 18), que siguió la orientación de La Fontaine, desvirtuando la moraleja original, que no insistía tanto en la emulación como en el desarraigo.
La fábula esópica la remedó Lafontaine en francés (IV 9), que sustituyó al grajo por un arrendajo que quiere imitar a los pavos, dándole un nuevo sesgo, dirigiendo su censura moral contra los plagiarios, y Samaniego entre nosotros (IV 18), que siguió la orientación de La Fontaine, desvirtuando la moraleja original, que no insistía tanto en la emulación como en el desarraigo.
La española que emigró a Francia
nunca logrará afrancesarse tanto como para ser francesa. Allí
siempre será “la española”. A su vuelta a España de vacaciones
o definitivamente tras la jubilación no logrará tampoco
españolizarse, como aquella tía mía que cruzó la frontera
ilegalmente por Lérida, y que siempre llamamos “la francesa”.