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viernes, 6 de septiembre de 2024

Elogio del analfabetismo

    “La decadencia del analfabetismo” (1930) es el texto de una conferencia de José Bergamín en la que considera las letras como perturbadoras de la vida y del pensamiento, enemigas de la verdadera cultura. Distingue una cultura literal y otra espiritual, que sería la verdadera. Lo que sin duda hemos de relacionar con aquel dicho de que la letra con sangre entra, y la afirmación paulina -y por lo tanto cristiana- de littera enim occidit, spiritus autem uiuificat, que traduce el griego τὸ γὰρ γράμμα ἀποκτέννει, τὸ δὲ πνεῦμα ζῳοποιεῖ: la letra en efecto mata, pero el espíritu vivifica. Bergamín reformula el dicho evangélico como: La letra mata al espíritu. Por eso el poeta que es Bergamín reivindica el analfabetismo: “Bienaventurados los que no saben leer ni escribir porque serán llamados analfabetos”.

     El analfabetismo bergaminiano contrapone la letra escrita a la palabra viva, el espíritu, que es lo que había al principio, antes de la alfabetización: el logos de los griegos y el uerbum latino. Y al principio quiere decir no solo de la creación y de la humanidad, sino también de uno mismo. Por eso el poeta reivindica la figura del niño que todavía no ha sido alfabetizado, que preserva así su estado de inocencia porque todavía no ha asimilado la letra, la letra sin vida, la letra muerta “que sustituye a la palabra y mata el pensamiento”. La cultura alfabética, dice Bergamín, ha llevado a una paralización general y progresiva del pensamiento, sistematizándolo, acabando con el diálogo, y fomentando la “polimatía” o acumulación de conocimientos eruditos que denunciaba Heraclito de Éfeso, unos conocimientos que son ideas fijas que impiden el razonamiento.

    Pero Bergamín también identifica al pueblo con el niño: el pueblo es niño mientras preserva su estado de inocencia. Escribe así: “(...) no es que el niño no tenga razón antes de usarla, antes de saber para lo que va a servirle o para lo que la va a utilizar prácticamente -no se puede usar lo que no se tiene-, es que tiene una razón intacta, espiritualmente inmaculada, una razón pura: esto es, una razón analfabeta”. Y, al hilo del razonamiento, añade un poco más adelante: “Lo que un pueblo tiene de niño, y lo que un hombre puede tener de pueblo, que es lo que conserva de niño, es precisamente lo que tiene de analfabeto”. Por eso concluye hacia el final del ensayo diciendo: “Un niño, como un pueblo, cuando empieza a alfabetizarse, empieza a desnaturalizarse, a corromperse, a dejar de ser; a dejar de ser lo que era: un niño o un pueblo. Y perece alfabetizado”.

 

    Hay en este discurso una añoranza de la infancia perdida, de la inocencia, de la ignorancia analfabeta. Y esta añoranza de la ignorancia, dice Bergamín, “es lo que Nicolas de Cusa denominaba una ignorancia docta, una ignorancia doctrinal; y así escribió su Docta ignorancia o Doctrina de la ignorancia, que es una perfecta doctrina matemática del analfabetismo. Del analfabetismo cristiano”.

     Y así contrapone la doctrina espiritual de Jesús cuando era niño y como tal analfabeto con las enseñanzas de los doctores de la ley escrita, de la letra legal, doctores que después le crucificarían por analfabeto. La consecuencia de la persecución del analfabetismo es la muerte, literalmente, del pensamiento. Todo lo que está al pie de la letra es porque lo ha matado la letra, y todo lo que está al pie de la letra está muerto. Lo que le hace decir a Bergamín que “al pie de la letra muere siempre el espíritu crucificado”, aunque muera para resucitar, porque la muerte no es tan definitiva tampoco como pueda parecer.

 

    Frente al analfabetismo clásico o esencial del que hablaba Bergamín, hay hoy lo que se llama un "analfabetismo funcional" que no tiene nada que ver con el que aquí se elogia y reivindica.  El analfabeto moderno o funcional en una época en que prácticamente todo el mundo ha padecido la escolarización obligatoria y la consiguiente alfabetización, y no solo eso, sino además las nuevas TIC (tecnologías de la información y comunicación)  es un ignorante vocacional cuyo déficit no consiste ya en no saber leer ni escribir, sino en el hecho de que disponiendo de esas capacidades no las ejerce de una forma crítica porque solo lee y escribe lo que está mandado, es decir, nada. Para él el abecedario es un obedecedario. De ese analfabetismo funcional moderno, que no pudo conocer Bergamín porque aún no había irrumpido en el mundo la figura del analfabeto alfabetizado, no se está haciendo aquí ningún elogio, por supuesto,  sino, más bien, todo lo contrario