París está que arde y no sólo París, sino todo el hexágono francés. ¿Qué está pasando en el país vecino que no pasa aquí? ¿Por qué los franceses están saliendo masivamente a las calles a protestar en las manifestaciones más numerosas que se hayan visto en los últimos años? ¿Por qué se niegan a aceptar como les pide su presidente del Gobierno que les suban la edad de jubilación de 62 a 64 años? ¿No ven, acaso, que todos los países europeos, entre ellos el nuestro, ya han adoptado los 65 y 67 años como límites de jubilación? ¿Por qué los franchutes reaccionan con tanta ira, contra algo que los demás han aceptado al fin sin rechistar? ¿Son acaso ellos unos vagos redomados que no quieren trabajar más porque son los más holgazanes de Europa?
Dicen los defensores del retraso de la edad de jubilación que al haber aumentado nuestra esperanza de vida es lógico que aumente también con ella la de nuestra vida laboral y por lo tanto la edad de jubilación, equiparando la vida propiamente dicha con la maldición veterotestamentaria del trabajo.
Hay en la cultura francesa un libro cuyo título ha dejado una huella indeleble. Se trata de “El derecho a la pereza”. Corría 1880 cuando un tal Paul Lafargue, marxista en principio y casado con Laura, la hija de Carlos Marx, que acabaría irritándose con su yerno, publicó un pequeño manifiesto que circuló con ese mismo título en la lengua de Molière: Le droit à la peresse, en el que reivindicaba uno de los siete pecados capitales, la pereza, haciendo de él virtud y renegando de la diligentia que proponía la iglesia para combatirlo, y que se ha convertido en todo un clásico de la literatura de la Francia.
Frente a los que reclamaban el derecho al trabajo, Lafargue reivindicaba el derecho a la vagancia, holgazanería o pereza. El manifiesto levantó una inmensa polvareda. Aunque ha pasado casi un siglo y medio, el libro nunca ha perdido actualidad. Se convirtió en objeto de interminables debates, especialmente dentro de la izquierda, que había acabado por santificar el trabajo, como el cristianismo, y comenzó a hablarse del derecho al tiempo libre y al ocio. Lafargue imaginó esencialmente el momento en que "trabajaremos como máximo tres horas al día" y disfrutaremos el resto, para poder vivir de este modo de verdad.
Lafargue estaba enfatizando algo que hemos olvidado, el lugar que ocupa el trabajo en nuestras vidas. El trabajo se ha convertido en un fin en sí mismo y las condiciones laborales, lejos de mejorar, han empeorado y acabado deteriorándose, la gente en todos los rincones del planeta trabaja cada vez más y en trabajos cada vez más precarios a costa del tiempo libre, con todo lo que ello conlleva. Y conlleva mucho.
Desde las primeras palabras de su libro Lafargue describió algo que suena sumamente relevante en nuestro tiempo: “Una extraña locura se apodera de las clases trabajadoras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura arrastra tras ella las miserias individuales y sociales que atormentan desde hace siglos a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión furibunda por el trabajo llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su descendencia. En lugar de reaccionar ante esta aberración mental, los sacerdotes, los economistas y los moralistas han considerado sacrosanto el trabajo". A lo que tendríamos que añadir nosotros: y los políticos tanto de la izquierda como también de la derecha. No olvidemos que en la tradición cristiana el trabajo es una maldición de Dios, que luego los cristianos han bendecido, y los marxistas también gritando ¡Viva la clase trabajadora!, lo que es lo mismo que decir: ¡Viva la esclavitud!
Lafargue se retrotrae a la antigüedad clásica: "Los griegos del siglo de oro, también ellos, no sentían más que desprecio por el trabajo: a los esclavos solos les estaba permitido trabajar: el hombre libre no practicaba nada más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia... Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio por el trabajo, esta degradación de la libertad del hombre; los poetas alababan la pereza, este don de los dioses. O Meliboee, deus nobis haec otia fecit. (“Oh Melibeo, un dios nos dio esta paz sin trabajo”) Cristo en su discurso de la montaña predicó la pereza: “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan. Y sin embargo, os lo digo yo, ni Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos.” Jehová, el dios barbudo y ceñudo, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo, descansa para toda la eternidad.”
Lo que vienen a reivindicar estos franceses que salen a las calles no es en definitiva algo tan revolucionario como sería una vida sin la condena del trabajo, que, según la etimología de la palabra es un suplicio porque el tripalium era un instrumento de tortura, sino algo tan sencillo como que no empeoren las condiciones laborales aumentando el tiempo de condena laboral.