Amin Maalouf en Les identités meurtrières (1998) señalaba el peligro de que la identidad mate la vida que hay por debajo de ella, calificando la identidad de 'asesina' (meurtrière, en francés), un concepto que moviliza a muchos individuos y colectividades que la reivindican sin embargo.
Una máxima anarquista popular muy celebrada, a semejanza de “No le deseo un mal a nadie” reza, “No le deseo un Estado a nadie”. Sirvió como título del libro colectivo sobre el conflicto catalán que publicó la editorial Pepitas de calabaza en 2018, firmado por Tomás Ibáñez, Santiago López Petit y Miquel Amorós entre otros. La frase ácrata contra el Estado puede perfectamente reescribirse de un modo más general como “No le deseo una identidad a nadie”, como ha hecho recientemente el artista Esteban Urenda en su exposición titulada 'Ser / Yo / La muerte" creando retratos pictóricos a modo de collages, que recuerdan a veces la técnica cubista, donde no se tienen en cuenta el sexo ni fisonomía individual del rostro retratado, sino sólo diversos y contrapuestos rasgos fragmentarios.
Pero en la lucha contra las identidades asesinas -y todas lo son a su modo- topamos con la resistencia de muchas identidades tanto personales como sociales que quieren poner de relieve su condición marginada o poco visibilizada, reivindicando sus señas de identidad o idiosincrasia, es decir, el conjunto de rasgos particulares distintivos y propios que caracterizan a un individuo personal o a una colectividad como diferentes de los demás, para armar y justificar de ese modo su existencia.
Alguien dijo alguna vez, no recuerdo quién ni dónde lo leí, que la identidad era una conversación siempre inacabada e interminable, una conversación que no tenía conclusión.
La palabra identidad, hoy tan en boga no solo por la exigencia española de la posesión de un Documento Nacional de Identidad, para los mayores de 14 años (las tiernas criaturas, afortunadas ellas, están exentas de él todavía, aunque si son menores de esa edad pueden solicitarlo voluntariamente), sino también por las reivindicaciones identitarias tanto individuales como colectivas, es, sin embargo, una palabra relativamente reciente. No está atestiguada en castellano hasta el siglo XV. Es de origen latino, pero ni siquiera es latín clásico, sino eclesiástico y tardío.
El término identitas identitatis, en efecto, es un neologismo formado a partir de idem, que significa 'el mismo', formado a su vez a partir is + dem ('este precisamente', siendo -dem una partícula de insistencia, enfática o redundante, que significa 'precisamente') sobre el modelo de entitas entitatis (que significa 'entidad', y es palabro mucho más reciente en castellano, formado en latín sobre ens entis, el participio de presente tardío e inexistente en latín clásico del verbo ser, a imagen del griego ὤν ὄντος) para traducir el griego ταὐτότης cuya invención hay que atribuirle probablemente a Aristóteles, término que emplea tanto en su Metafísica como en Ética a Nicómaco, y que nos lleva a la formulación tautológica del principio de identidad de que una cosa es igual a sí misma. El origen del término, es por lo tanto, bastante académico, culto y restringido.
Sin embargo el término se ha popularizado. Se decía en 1951, cuando se estrenó el DNI, el popular carné de identidad, reencarnación de la antigua 'cédula personal', que te daban un “número que te valía para toda la vida”. El número 1 fue a parar al entonces dictador y Jefe del Estado Francisco Franco. Y recientemente se ha llegado hasta el DNI electrónico.
El caso es que el término «identidad» ha experimentado en nuestros días, al margen del mundo académico en que surgió, un asombroso incremento. Podemos oír, en el plano personal, que uno debe ser uno mismo y ser fiel a sí mismo no traicionándose, que uno tiene que luchar por mantener su propia identidad personal contra viento y marea, pero también es muy frecuente oír, en el terreno político, que hay que defender la identidad cultural cántabra, por ejemplo, en estas tierras montañesas, o ucraniana, o paquistaní, o la que sea, frente a quienes intentan ningunearla o destruirla.
El término se explota, pues, desde el campo psicopedagógico hasta el político como una bandera que hay que enarbolar y que, como toda bandera, justifica la implantación de un Estado, de ahí la relación que establecíamos al principio entre la máxima ácrata de “no le deseo un Estado a nadie” con “no le deseo una identidad a nadie”, que no son ambas más que un reflejo de "ningún mal a nadie le deseo" .