En septiembre de 1921, un año antes de la marcha de Mussolini sobre Roma, Errico Malatesta publicaba un artículo en Umanità Nova titulado “La guerra civile” en el que defendía que la guerra civil era la única guerra justa y razonable que podía emprenderse. Estaba
muy reciente aún el recuerdo de la carnicería que había sido la Primera
Guerra Mundial (1914-1918), aquella que iba a poner fin a todas las
guerras, en la que la vieja Europa se había desangrado.
A mí y a muchos
de mi generación nos resulta en principio algo escandalosa una afirmación como la
que hace Malatesta. Cuando éramos niños y preguntábamos en casa por la
guerra civil que había sufrido España de 1936 a 1939 veíamos cómo
nuestros mayores guardaban silencio, nadie quería hablar de aquello.
Todo el mundo quería pasar página enseguida y olvidar, porque en todas
las familias había víctimas de ambos bandos, y muchas heridas abiertas
no habían cicatrizado todavía. Aquella había sido una guerra fratricida, como en el fondo lo son todas.
Pero Errico Malattesta acota enseguida el significado de la expresión que utiliza: «por guerra civil entendemos la guerra entre oprimidos y opresores, entre pobres y ricos, entre obreros y explotadores del trabajo ajeno, no importa si los opresores y los explotadores son o no de la misma nacionalidad, si hablan o no la misma lengua que los oprimidos y explotados».
El veterano anarquista decía que cuando hay una guerra entre estados -capitalistas todos por esencia-, los pueblos deben negarse a matarse entre ellos y, en su lugar, deben emprender una 'guerra civil' contra sus patrones y gobernantes que los llevan a la guerra.
Se preguntaba en ese artículo Errico Malatesta si la guerrilla que entonces ensangrentaba Italia era una guerra civil en el sentido amplio que él había definido: una guerra del pueblo contra el gobierno, de los trabajadores contra los capitalistas, una
guerra de los de abajo contra los de arriba o un enfrentamiento entre
los de abajo, divididos desde arriba para que se mataran entre ellos. Y su respuesta era muy clara, le parecía que “la guerrilla entre fascistas y subversivos -i.e. antifascistas-, como se ha sostenido en los últimos diez o doce meses y como se combate todavía, no sirve más que para hacer derramar sangre y lágrimas, para sembrar semillas de odios duraderos sin poder luego servir a ninguna causa, a ningún partido, a ninguna clase”.
Escribe Malatesta algo que hoy sin duda escandalizaría a muchos sedicentes antifascitas: “Pero al mismo tiempo que se organiza la resistencia, hay que reconocer que en el fascismo no es todo escoria, no es todo malo”. Y añade que entre los fascistas había muchos jóvenes sinceros, trabajadores incluso, que creían que estaban "defendiendo una causa justa y no se han dado cuenta todavía de que son instrumentos de unos pocos criminales y de unos pocos tiburones: es preciso abrirles los ojos invitándolos a amables discusiones”.
Por supuesto, esto no significa que para Errico el fascismo no fuera un problema, que no hubiera que combatirlo. No ocultaba que era un producto «de los agrarios y los capitalistas» y que «es necesaria una resistencia organizada para acabar con la aventura fascista». El objetivo es entonces derrotar al fascismo, pero ciertamente no para defender el status quo, sino para asegurarse «que esta lucha absurda termine, para poder empezar a combatir una lucha clara». La lucha clara a la que se refiere es su "guerra civile".
Viniendo a lo de hoy, más de un siglo después, esta lucha absurda entre fascistas y antifascistas en ausencia de fascismo, que no es más que un recuerdo histórico y una amenaza que algunos sitúan en un futuro más o menos inmediato contra el que hay que combatir, aún no ha terminado. Nos dicen que hay que acudir a las urnas a derrotar el fascismo e incluso, como en Francia, se constituye un Frente Popular cuyo objetivo es, como la coalición que gobierna en las Españas, que no gobierne la extrema derecha, posponiendo de ese modo o procrastinando, según la palabra de moda, hasta las calendas griegas, es decir, hasta nunca, la “guerra civil” en el sentido que le da Malatesta de enfrentamiento entre los de abajo contra los de arriba.
¿Qué sentido tiene
alarmarse como hacen algunos rasgándose las vestiduras por el
ascenso de la extrema derecha, o en general por el retorno del
fascismo y el nazismo a la vieja Europa, cuando son las democracias los regímenes más autoritarios y «fascistas»
en el sentido más amplio de la palabra? Conste que no se está
haciendo aquí con lo que se acaba de decir ninguna apología del fascismo, Dios o quien sea nos libre, sino todo lo
contrario: se está ampliando su campo semántico para incluir
también, dentro del fascismo, el antifascismo. No se defiende a ningún partido, sino al contrario, se condena a todos ellos por igual.
Si no vemos mayor
peligro en el ascenso del fascismo es porque no creemos que pueda
establecerse un régimen más autoritario y "fascista" en
sentido amplio que el que ya tenemos encima y padecemos, que es el
régimen demotecnocrático y neoliberal que defienden a capa y espada las élites
financieras y los políticos y militares tanto de derechas como de izquierdas.
No viene mal recordar aquí la máxima del que fuera primer secretario del Partido Comunista de Italia, Amadeo Bordiga
(1921): «El antifascismo se convertirá en el peor producto del
fascismo». La cuestión principal para los comunistas y anarquistas
de hace cien años no era la guerra contra los fascistas, sino, por
decirlo en términos marxistas, contra la burguesía, o, en palabras
más actuales, contra el Estado y el Capital.
Quizá no esté de más releer lo que escribíamos por aquí en Vuelve 'il fascio'.