The king is dead. Long life the King! (“El rey ha muerto. ¡Larga vida al Rey!”) o Le roi est mort. Vive le roi! (“El rey ha muerto. ¡Viva el Rey!” en su versión francesa) son dos proclamaciones que tienen ambas un doble sentido: el primero, anunciar la muerte efectiva de un monarca a la vez que se desea una larga vida a su sucesor, y, el segundo, más difícil de ver a primera vista, representar la teoría de los dos cuerpos del rey: un cuerpo real, terrenal o material, que es el que muere, y otro ideal o espiritual, que es el que alcanza la inmortalidad, una inmortalidad ficticia o falsa que necesita encarnarse en un sucesor para perpetuarse, teoría ilustrada a la perfección por Ernst H. Kantorowicz en su libro Los dos cuerpos del rey, un estudio de teología política medieval, publicado en 1957.
El rey como Rey nunca muere. El rey es mortal, pero la realeza es inmortal. O por decirlo con aquellas palabras que Tácito puso en boca del emperador Tiberio: principes mortales, rem publicam aeternam esse (“los príncipes son mortales, la república es eterna”). La república en este contexto no es una forma particular del estado en el sentido moderno del término, sino que es la res, la cosa, es decir, la idea, publica, que se le impone al pueblo, o sea, el Estado sin más.
De este modo, cuando muere un rey o una reina, para el caso es igual, concurren dos ideas heterogéneas y aparentemente contradictorias: el triunfo de la muerte -la Parca se lleva a un soberano- y el triunfo sobre la muerte -el soberano se reencarna en su sucesor, porque el Rey no puede morir. La monarquía se rodea así desde la Edad Media de un halo místico que se justifica con la teoría del doble cuerpo, y que perdura, politizándose, en la Edad Moderna y en la Contemporánea: muere el monarca, que yace en la tumba -en el pudridero del monasterio de El Escorial, diríamos en España- pero no la corona, que no muere nunca porque es inmortal.
En ningún sitio prevaleció y dominó el concepto de los «dos cuerpos del rey» en el pensamiento jurídico de forma tan general y perseverante como en Inglaterra. Durante el reinado de Isabel I, el ave Fénix era el símbolo de la reina. Esta ave mitológica y única en su especie simbolizaba la virginidad a la vez que la singularidad de la monarca. Las expresiones latinas que se refieren a ella en esta época son: sola (y aveces unica) Phoenix, inscripciones habituales en monedas. El hijo del rey surge en esta simbología como Fénix excineribus de las cenizas de su padre, que debe morir para inmortalizarse.
Isabel I Fénix, Nicholas Hilliard (c. 1575)
En ambos casos, había un cuerpo mortal, que era el que Dios le había dado al hombre y, por tanto, estaba sujeto a todas las vicisitudes de la vida humana, contrapuesto a otro cuerpo, creado por el hombre y consecuentemente inmortal e incorruptible, que no sufría las contingencias humanas. Sin embargo, al mismo tiempo, la inmortalidad, que es la característica decisiva de la divinidad, corría el riesgo de dejar de ser inmortal si no se manifestaba inmediatamente a través de una nueva encarnación mortal. El Rey no podía morir, no se le permitía morir como tal, pues si fallecía la ficción de inmortalidad se desvanecía; y aunque los reyes morían de hecho, se les otorgaba el consuelo de decirles que, al menos «como Rey», como encarnación del Rey, nunca morían.
Ave Fénix, detalle del retrato de Isabel I
De este modo se elaboraba una filosofía según la cual una inmortalidad ficticia se hacía transparente a través de un hombre mortal, de carne y hueso, como su encarnación temporal, mientras que el hombre mortal se hacía transparente a través de esa nueva inmortalidad ficticia, la cual, siendo una creación del hombre como lo es siempre la inmortalidad, no era ni la de la vida eterna de otro mundo ni la de la esencia divina, sino la de una institución política indiscutiblemente terrenal.
Aunque esta doctrina de los dos cuerpos del rey puede tener algunas reminiscencias grecorromanas, como por ejemplo la divinización de los emperadores muertos, es un desarrollo del pensamiento teológico cristiano y, en consecuencia, debe ser tenida como un hito de la teología política cristiana medieval: el rey tendría una doble naturaleza, como Cristo: una humana, mortal, y otra divina, inmortal.
Treintayséis años después resuena la canción The Queen Is Dead. Morrisey, el cantante de The Smiths, cantaba: I say, Charles, don't you ever crave / to appear on the front of the Daily Mail/ dressed in your Mother's bridal veil? ("Digo yo, Carlos, ¿nunca anhelas / aparecer en la portada del Daily Mail / vestido con el velo de novia de tu madre?), The Queen is dead, boys ("La reina ha muerto, muchachos") y Life is very long when you're lonely ("La vida es muy larga cuando estás solo").
Cuarentaycinco años después resuena todavía la canción God save the Queen ("Dios salve a la Reina), la parodia del himno nacional británico, de los Sex Pistols, donde se afirmaba que la Reina, que se convertía así en la musa del punk, no era un ser humano y que su reino era un régimen fascista, que recordábamos hace cuatro meses a propósito de unas declaraciones de Johnny Rotten aquí mismo en God bless the Queen.