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viernes, 6 de marzo de 2020

Bullshit jobs

Escribía el profesor David Graeber en un artículo publicado en The Guardian el 4 de mayo de 2018 I had to guard an empty room: the rise of the pointless job sobre lo que él denominaba el surgimiento de los trabajos sin sentido, popularmente llamados bullshit jobs, que podríamos traducir como "trabajos de mierda" (la traducción "trabajos de caca-de-vaca" sería demasiado idiomática), es decir, de aquellas ocupaciones que no tienen ninguna razón de ser desde el punto de vista del propio trabajador que tiene que desempeñarlas cada día, pero que exigen que el empleado finja creer -al final todo es cuestión de fe, sea fingida o  sea real- que hay una buena razón para llevarlas a cabo.

 The gold, Stanislav Plutenko (2010)

Y citaba el siguiente testimonio, que no tiene desperdicio, de un vigilante de seguridad que quería quedar en el anonimato encargado de salvaguardar la sala vacía de un museo: Trabajé como guardia de museo para una compañía de seguridad multinacional encargado de una sala de exhibición que había quedado inutilizada. Mi trabajo consistía en proteger esa sala vacía, asegurándome de que ningún visitante del museo tocara, bueno, nada de ella, porque no había nada que tocar, y vigilar que nadie provocara un incendio. Para mantener mi mente despierta y concentrar mi atención, se me prohibió cualquier forma de distracción mental, como libros, móviles, etc. Como nunca había nadie allí, me quedé quieto y moví los pulgares durante siete horas y media, esperando que sonara la alarma de incendios. Si así fuera, debía levantarme con calma y salir. Eso era todo.

Se me ocurre que la definición que da Graeber del bullshit job se puede generalizar a la mayoría de los trabajos y ocupaciones en los que nos empleamos los humanos seres, y no sólo al caso escandaloso del segurata de la sala vacía que cita, lo que me trae a la memoria aquella frase del cómico norteamericano ya fallecido William Melvin Hicks, más conocido como Bill Hicks, que decía que había dos drogas legales -aparte de todos los venenos farmacológicos existentes- que nuestra civilización occidental toleraba -y aún fomentaba, diría yo-: cafeína de lunes a viernes que nos estimule y proporcione la energía suficiente para desempeñar nuestro bullshit job, y alcohol de viernes a domingo para olvidar y mantenerse uno tan abducido por la estupefacción que no se percate del círculo vicioso en el que vive.





Se le atribuye, por cierto, a David Graeber la siguiente e ingeniosa ocurrencia que revela el engaño del sistema democrático en el que vivimos: Pregunta: ¿Cuantos votantes hacen falta para cambiar una bombilla? Respuesta: Ninguno. Porque los votantes (y sus votos) no pueden cambiar nada.