Según unas estadísticas
sacadas de la manga de las encuestas
-¡maldito vicio pedopsicagógico de hacer sondeos y rastrear no el
sentido común, que es el menos común de los sentidos, sino la opinión personal mayoritaria o voto de cada átomo personal intransferible!- con que nos
bombardean los medios masivos de (in)formación, y con que nos distraen de lo que
realmente importa para que no nos demos cuenta de lo que pasa a nuestro alrededor, y para la formación del espíritu nacional de
nuestra conciencia democrática acrítica y aturdida, a los chicos y chicas españoles de la franja
de edad que va de los once a los quince años de edad, la democracia al parecer se la trae
flojísima, muy floja.
En efecto, estos“-ceañeros”, vamos a llamarlos así, si se me permite la licencia del palabro, repudian esto de la democracia, y eso nos lo
sirven los medios masivos a los mayores para que tratemos de educarlos
llevándolos por el buen camino y de inculcarles los valores cívicos
constitucionales propios del sistema de dominio vigente, a fin de que acaben
entrando por el aro y empiecen a ser
cuanto antes ciudadanos de pleno derecho: fierecillas domadas, que cumplen
religiosamente, en una época esencialmente laica, con las normas establecidas,
es decir, como buenos contribuyentes y votantes, o sea, que se confiesan y le
declaran amorosamente al Fisco las intimidades de sus bienes -olvidando que
toda propiedad es un hurto o expropiación del común, si no un pecado-, y que
son consumidores de ideologías políticas en conserva y de artilugios de látex
políticamente correctos para el uirile membrum, y, en definitiva, para que traguen sapos y
culebras reales como la vida misma por un tubo a través del móvil que es ya un apéndice de la mano derecha que centra la atención de sus ojos, que no ven más allá de la pantalla y de lo que por ella les arrojan. A estos “-ceañeros” la sociedad
quiere adulterarlos, o sea, hacerlos adultos, hombres y mujeres hechos y
derechos como Dios manda.

Una falsa elección (de Miguel Brieva)
Sólo una tercera parte, la más dócil y sumisa, de
dichos “-ceañeros”, cree que la
democracia es insustituible, mientras que el resto considera que es igual un
régimen que otro, uno democrático que uno autoritario, lo cual, si bien se mira, tiene
más que visos de certeza. Pero si siempre ha sido doloroso soportar la jerarquía de
los caudillos por la gracia de Dios, quizá sea más estúpido imponérsela uno
eligiendo mayoritariamente al macho o marimacho, pues puede ser hembra, ya que
da igual el sexo que llaman biológico o género adoptado, que rija los destinos de la manada, es
decir, colaborar con el hecho de que siga habiendo mandamases y mandados, y que
siga habiendo manadas.
Estos jovencitos, además, sólo se identifican, y hacen
bien, con su pueblo o ciudad y con sus gentes más cercanas e inmediatas, no con
ideas, sino con las realidades tangibles más próximas: ni con la idea de España (sólo un 14%), ni
siquiera con la de su comunidad autónoma respectiva (sólo un 10%), ni muchísimo
menos con la entelequia de Europa, cuya incidencia, pese a los esfuerzos de los
políticos que nos llaman a votar cada cinco años, es prácticamente nula y anecdótica: un 2%.
Los medios masivos sacan la conclusión, apresurada a todas luces, de
que les atraen las dictaduras, y que esto les pasa, claro, porque no han
conocido y vivido en sus propias carnes la del Generalísimo F.F., por ejemplo,
ni, remontándonos un poco más atrás, tampoco la del General Primo de
Rivera, por supuesto. Es cierto, han nacido bajo la
férula de la democracia; casi, si se descuidan, ni siquiera han conocido las
regencia socialista ni la popular. Todavía no habían nacido, angelicales criaturas perversas
polimorfas, según el padre Freud. No
tienen la culpa de no haber venido antes al mundo -ellos a violarlas y ellas a
ser violadas- y de no conocer más forma de dominio que esta que padecemos
todos: la única que hay hoy por hoy en la realidad, la única que cuenta.

A
ellos este régimen democrático, que es el único que conocen y padecen, les parece malo. Y a nosotros, que no estamos
precisamente en la edad del pavipollo, no nos parece bueno, es más: nos parece,
como a ellos, malo, y de algún modo, el peor que hay, porque es el único que hay. El fascismo es solo un fantasma inexistente del pasado que se proyecta en el futuro para justificar el actual establecimiento.
¿Democracia? ¡No, gracias! Analicemos un poco el tinglado
este del gobierno que dicen del pueblo, por el pueblo y para el pueblo según el
cacareado dogma de fe vigente. Detengámonos en una pequeña cuestión gramatical,
aparentemente inocua: el artículo determinado y determinante: “el” pueblo. Cabe
preguntarse: ¿Qué pueblo? No es lo
mismo, en efecto, el pueblo español, que el vasco, que el bombardeado pueblo gazatí, que el
sufrido pueblo ucraniano, que el pueblo ruso o americano, o más propiamente,
estadounidense... No es lo mismo, porque todavía hay pueblos y pueblos. Los hay
de primera, de segunda y de tercera división, todavía hay clases y categorías,
como en la liga nacional del despotismo absoluto balompédico. Si analizamos el
cotarro actual, un pueblo concreto impone sus decisiones a todos los demás, lo
cual no parece muy democrático que digamos. No es lo mismo, pues, “el” pueblo, en general sin apellidos, que
”el pueblo de los Estados Unidos” en particular, que es, ni falta hace decirlo, el que corta en el universo mundo el bacalao
político, económico, militar y cultural, que es lo mismo todo.

Pero en EE.UU., esa rancia democracia, tampoco manda el pueblo: el
pueblo, que es la encarnación de la vieja 'gracia de Dios' que legitimaba los gobiernos y monarquías, delega, no en su totalidad sino mayoritariamente, en un presidente del
gobierno para que ejerza el poder de su despotismo sobre él. Frente
a la monarquía hereditaria y dinástica del Ancien Régime, nos
encontramos en los regímenes hodiernos con una monarquía electiva o gobierno de
uno, no de carácter vitalicio, sino temporal, para un período de tiempo que va
generalmente de los cuatro a los siete años, con posibilidad de
reelección. No se llama rey, claro, sino
presidente del gobierno, pero es lo mismo. Luego, tampoco es el pueblo el que gobierna en los
EE.UU., sino un tyrannosaurus rex sufragado por la mayoría, que no
totalidad, de ese pueblo. Este sistema de dominación es cuasiperfecto porque
convierte al pueblo en electorado o clientela política y sólo permite que éste
se subleve contra el poder que toca en ese momento, sustituyendo un gobierno
por otro, un partido por otro, recambiando una pieza por otra, una marca por
otra, un voto por otro, por lo que
habitualmente se alternan impunemente en el trono republicanos y demócratas,
derechas e izquierdas, sin alterar para nada el sistema subyacente que permite
la supervivencia del aparato del poder por encima o por debajo de la moda de
cada gobierno de turno.
El antifascismo, que podría haber seguido siendo en la actualidad un
movimiento de oposición al sistema de dominio vigente, a cualquier forma de
poder, se ha convertido sin embargo en una corriente de adhesión inquebrantable
al orden nuevo, al nuevo y último IV Reich instaurado democráticamente
en el vastísimo universo mundial globalizado. ¿No es cierto, acaso, que, pese a
la toma del palacio de invierno en 1917 y el derrocamiento del último
emperador, sigue saliendo, valga como ejemplo, el zar en Rusia de las urnas?