Si no era fácil distinguir el día de la noche en las horas imprecisas del amanecer y del crepúsculo, dónde acaba el uno y empieza la otra o viceversa, cuando no se puede determinar con exactitud si ya ha amanecido o anochecido, porque es imposible establecer el límite que separa tajantemente la luz de la oscuridad, la dicotomía de lo blanco de lo negro -siempre hay grises o tonos intermedios- en el ámbito físico, lo que llevado al terreno moral, por cierto, haría también difícil diferenciar lo bueno de lo malo.
Un científico de la NASA, un tal Douglas Rowland, especialista en heliofísica, ha hecho una afirmación provocadora: ninguna misión espacial ha logrado superar por completo la atmósfera de la Tierra, es decir, que el hombre haya salido totalmente de la atmósfera terrestre, dando pábulo así a los negacionistas de la conquista del espacio, entre los que me temo que me encuentro, como ya se daba a entender en El hombre y la Luna.
Ningún astronauta o marinero del espacio estelar habría salido nunca de la atmósfera terrestre.
La clave de la sentencia de Rowland reside en la definición conceptual de 'atmósfera', que no termina encima de nuestras cabezas, sino que se extiende mucho más allá, aunque se vuelve mucho más tenue según nos alejamos del planeta y de su fuerza de gravedad, por lo que no termina en un punto concreto que se pueda precisar, sino que se disipa progresivamente, siendo muy difícil, prácticamente imposible, deslindar dónde deja de haberla.
Para anular esta paradoja se ha establecido un límite, la denominada línea de Kármán, situada a unos 100 quilómetros sobre la superficie, como límite simbólico del espacio exterior, pero no existe una línea clara y definitoria entre el final de la atmósfera terrestre y el comienzo del espacio exterior, entre el dentro y el fuera.
Hay un estudio científico, publicado en 2019, con datos del observatorio SOHO, desarrollado por la NASA y la Agencia Espacial Europea que describe una nube de hidrógeno, conocida como geocorona, que rodea y envuelve a la Tierra hasta una distancia cercana a los 630.000 quilómetros, lo que incluye -¿quién iba a decírnoslo?- la órbita de la Luna en la atmósfera terrestre, por lo que el alunizaje del Apolo 11 se desarrolló, de algún modo, dentro de los confines, aunque muy diluidos, de la atmósfera terrestre, es decir, no fue tal alunizaje, sino aterrizaje de algún modo.
Según las mediciones realizadas, a unos 60.000 quilómetros de altitud, que se dice muy pronto, se detectan alrededor de 70 átomos de hidrógeno por centímetro cúbico, cifra que en el caso de la órbita lunar desciende a tan solo 0,2 átomos por centímetro cúbico, pero su presencia, aunque mínima, sigue siendo, como se ve, cuantificable.
El propio Rowland subrayó que, más allá de la atmósfera terrestre, los cuerpos del sistema solar también se encuentran inmersos en la atmósfera del Sol. “Pasa algo curioso: vas de la atmósfera de la Tierra a la del Sol, y no es hasta llegar a la heliopausa cuando puedes hablar de estar fuera de ambas”. La heliopausa o frontera entre la heliosfera (la burbuja de viento solar que envuelve a nuestro sistema solar) y el medio interestelar, o sea el punto preciso donde la influencia del viento solar se desvanece y comienza a prevalecer el medio interestelar, aunque esto no lo diga Rowland, probablemente también sea muy difícil de deslindar.
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