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lunes, 9 de junio de 2025

La vecina del cuarto piso

    No sé por qué demonios me viene ahora a la memoria el recuerdo de la vieja Soledad, La Sole, tan vieja que la gente decía que había nacido cuando reinaba Carolo, la vecina del cuarto y último piso de aquel edificio de protección oficial de no recuerdo ya qué año triunfal que, viuda como se había quedado y con sus hijos casados y dándole nietos, seguía vistiendo luto sin pasar al alivio del morado después de tantos años y vivía, haciendo honor a su hombre propio, más sola que la una.
 
    Cuando empezaron a colonizarnos los primeros aparatos de televisión en blanco y negro, aquellos que tenían un voltímetro que había que esperar a que se calentara para encender el aparato, muy a finales de los años cincuenta, cuando bajábamos al bar a ver las películas, porque no habían entrado todavía en las salitas de estar de las celdas de aquellas colmenas de cincuenta metros cuadrados, ella bajó un par de veces y se horrorizó de la diabólica magia negra que vio, y de lo que oyó.
 
 

     La Sole siempre dijo lo mismo que del cable telefónico y del teléfono: que jamás entraría un aparatejo de esos en su casa. Sus hijos, sin embargo, le regalaron uno enseguida para que le hiciera la compañía que ellos no le hacían, como harían también con el teléfono más tarde. Pero ella apenas encendía el televisor porque, además de vergüenza, le daba miedo, convencida como estaba de que por el cable de la antena entraban unos seres diminutos, unos duendecillos malignos o más bien diablejos parlanchines, que venían por los aires y se infiltraban en el aparato y empezaban a parlotear y a tratar de embaucarla con el fin de espiarla y de robarla. 
 
    Años más tarde, sus hijos le metieron el teléfono en casa, aquel aparato por el que salían aquellas voces que podía oír y con las que podía hablar, pero no ver a sus hijos y nietos, que solo venían de visita muy de tarde en tarde.
 
    Hay quien decía que la vieja chocheaba un poco, pero a mí, que era un chiquillo entonces, no me lo parecía. En lugar de reírme de sus ocurrencias, creía que podían llevar algo de razón, aunque me costó perdonarle que me matara un grillo que tenía yo suelto y correteaba por la cocina, pisoteándolo al confundirlo con una cucaracha.
  
    Se dio cuenta enseguida la Sole de que los anuncios que le metían por los ojos y por los oídos en la cabeza los duendecillos de aquel aparato no vendían cosas, sino sueños y fantasías con los que querían engañarla para que se volviera más loca de lo que estaba y no viera las cosas de verdad y la verdad de las cosas. 
 

    También se percató de que las películas y las noticias de aquellos aparatos de los que salían imágenes y voces eran patrañas y podridas mentiras. Lo que le contaban no tenía nada que ver con lo que pasaba en la calle y ella veía cuando se asomaba a la ventana del cuarto piso donde vivía, o cuando salía, bajando penosamente las escaleras, porque no había ascensor que le evitara el esfuerzo, a la calle, a La Finca, que era como se llamaba el barrio que, no asfaltado como estaba todavía, se convertía en un barrizal cuando llovía, que era las más de las veces. Cuando subía las escaleras, más penosamente que cuando bajaba, al llegar al segundo piso, que era donde vivíamos nosotros, solía llamar a la puerta, pararse a descansar y a pegar un rato la hebra con mi madre. 
 
    No distinguía elle entre la ficción y la realidad, entre lo real y lo simulado porque tanto lo uno como lo otro salía de aquella misma pantalla en blanco y negro. No llegó a conocer la vieja Soledad, La Sole, el progreso del diabólico aparato, cuando empezó a emitir en color y en numerosos canales tanto públicos como privados, todos iguales al fin y a la postre, ni tampoco la Tecnología Digital Terrestre, que vino muchísimo después, ni tampoco los teléfonos inalámbricos que incluían una pantalla como la del televisor pero muchísimo más pequeña..., pero su primera impresión, sin embargo, le quedó a aquel niño que era yo grabada, muy nítida. Aquella caja no era tan tonta como parecía a simple vista; no informaba de la realidad, sino que la creaba y configuraba para que viviéramos esa simulación que nos metían, como el nodo, el noticiario del domingo, del Ideal Cinema, en el corazón de aquellos pisos de protección oficial. 
 
    No conoció la vieja Sole, Dios la libró de ello, todo lo que vino después, que, como diría mi difunto padre, era innecesario porque se podía vivir muy bien sin ello -y toda la vida de Dios, de hecho, se había vivido sin ello hasta entonces-: las redes sociales con sus identidades virtuales, ni el mundo digital donde la línea que separa lo auténtico y verdadero de lo que no lo es se vuelve cada vez más borrosa y más difuminada. A ella las plataformas actuales, que no solo no reflejan la vida de las personas, sino que la reinventan y la falsean, no sé lo que le hubieran parecido, pero seguiría, con razón, empeñada en que la estaban engañando, espiando, robándole la vida y distrayendo su atención, y metiendo por los ojos una realidad que no vamos a decir que no exista -existe, por el contrario, y mucho más de lo que quisiéramos- pero que no deja de ser una cochina mentira, un mundo figurado y paralelo: un mundo para lelos como éramos nosotros.
 
    A su modo aquella vieja, que vivió la restauración borbónica y la república, y otra vez la dictadura, y la restauración monárquica y la transición democrática, medio analfabeta como era, había intuido que cuando ya no podemos distinguir entre lo real y lo simulado, nos limitamos a consumir imágenes y signos que nos distraen de las cosas de verdad, y que, en cuanto a los cambios de régimen, ella, que había vivido tantos, como solía decir, lo tenía probado y comprobado: "Son los mismos perros con collares diferentes".
 

viernes, 30 de abril de 2021

IN PRINCIPIO ERAT VERBVM

    En el principio era el verbo (ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος), esto es, la palabra, así empieza el Evangelio de Juan. Hoy tendríamos que decir, más bien, que eso sería en el principio de los tiempos, porque ahora lo que queda de aquello, no es el λόγος, el uerbum, la palabra, sino sólo imagen: la imagen es lo único que cuenta en la actualidad. Si “in principio erat uerbum” hoy estamos bajo la dictadura de la imagen: nunc est imago.

    La máquina expendedora de imágenes, la televisión, operativa desde 1956 en las Españas, es la primera escuela del niño, la auténtica παιδεíα, paideia, enciclopedia o educación. La educación audiovisual, es un poderoso medio que desarrolla la capacidad de ver en detrimento de la de entender y razonar. Decir que es un instrumento de comunicación es minimizar su importancia propedéutica y pedagógica. Decir que hay mucha telebasura es ocultar que la televisión, toda ella sin excepción, es basura. Al niño se le enchufa en casa desde muy temprano,  horas y horas, lo que explica que la tierna criatura amamantada por la televisión sea después un adulto infantilizado que sólo responderá a estímulos audiovisuales. Cuando vaya a la escuela primaria y después al instituto descubrirá que en el aula también, como en su casa, no faltan los medios audiovisuales. 
 
    Cuando se habla aquí de televisión, se hace en sentido amplio, no hace falta decirlo,  y se incluye también Internet, que, desde la primera conexión que se realizó en España a la Red de Redes en 1990, ha crecido y sigue creciendo imparablemente, y hoy es la mayor máquina de producción de imágenes y vídeos, incorporada en seguida por el Ministerio de Educación y Ciencia como instrumento fundamental de educación y aprendizaje en escuelas, institutos y universidades.

    No viene mal recordar la etimología de la palabra “infancia”: está compuesta de la negación in- “no” y de la raíz verbal fa-ri “hablar”. Su correlato griego sería: afasia, incapacidad de hablar debida a una lesión cerebral, con la negación griega incorporada a- y la misma raíz indoeuropea *bhā-, por lo que la infancia sería la etapa en la que el ser humano no habla y por lo tanto no razona todavía porque no hace uso de la maquinaria del lenguaje. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que esta etapa cada vez se alarga más: cuanto más aumenta la edad media de la población y esta envejece más, más se infantiliza, más perdura en ella una eterna niñez y adolescencias que no acaban nunca.



    Se impone la infantilización: la impulsividad, la falta de reflexión. Se rinde culto a las imágenes, que se han convertido en sagradas. Las imágenes son veneradas como íconos. De hecho, es significativo el uso moderno de la palabra ícono (representación religiosa de pincel o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales) como sinónimo de imagen. Recuerdo a una abuela, que analfabeta como era, cuando veía un libro con muchas imágenes decía con más razón de lo que parecía que tenía muchos "santos". 

    Han adquirido más valor que las palabras, como advertía el viejo adagio: una imagen vale más que mil palabras, lo que explica su preponderancia pornográfica. No es que el homo sapiens, producto de la cultura escrita, esté en proceso de ser desplazado por el homo videns, producto de la imagen, como advertía Giovanni Sartori en su libro Homo videns, la sociedad teledirigida, sino que ya se ha consumado ese hecho: no hay homo sapiens sino homo videns, esos animales fabricados por la televisión y por las micropantallas cuya mente no razona porque se lo impiden las ideas,  imágenes o visiones de la realidad,  pero no la realidad misma, proyectadas en la pared de la caverna platónica. 
 
     Decía Susan Sontag (1933-2004): “Life is a movie; death is a photograph.” La vida es una película; la muerte es una fotografía. Fotografíar a alguien, según ese aforismo, sería asesinarlo; hacerse un selfie o una selfie, como quiera decirse, un suicidio. Y no es exageración. Añadía Susan Sontag: All photographs are memento mori. To take a photograph is to participate in another person’s (or thing’s) mortality, vulnerability, mutability. Precisely by slicing out this moment and freezing it, all photographs testify to time’s relentless melt.”  Todas las fotografías son un memento mori. Tomar una foto es participar en la variabilidad, vulnerabilidad y mortalidad de otra persona (o cosa). Precisamente, al recortar este momento y congelarlo, todas las fotografías son testimonio de la disolución implacable del tiempo. ("Sobre la fotografía").

    La preocupación por quién controla los medios de comunicación, si son públicos o privados, y en este último caso, qué grupos o empresas hay detrás no nos deja ver el problema que plantea el propio medio audiovisual, lo controle quien lo controle, que es algo que resulta indiferente al fin y a la postre. El problema consiste en que el hecho de ver prevalece sobre el hecho de oír hablar: la voz es secundaria, está en función de la imagen que comenta. Lo que no sale por la televisión no existe. Non uidi, ergo non est: no lo he visto, luego no existe.



    Fruto de esa infantilización de los adultos, la juventud se ha convertido en un valor en alza, a la vez que se desprecian las canas: por eso mucha gente mayor se tiñe el cabello, para aparentar que es más joven de lo que es, o se hace implantes capilares y recurren a la cirugía estética para parecer que tiene menos años de los que tienen. Los jóvenes no quieren parecerse a los viejos, sino que son los viejos los que imitan a los jóvenes en pos de la eterna juventud. La madurez, que es el conocimiento que nos han proporcionado no tanto los años como los desengaños a lo largo de la vida, no se considera una virtud, sino una rémora, un lastre del que hay que desembarazarse a toda costa para parecer lo que ya no se es, para maquillar nuestra imagen, por lo que la inmadurez se considera normal en un adulto. Qué pena.