No sé por qué demonios me viene ahora a la memoria el recuerdo de la vieja Soledad, La Sole, tan vieja que la gente decía que había nacido cuando reinaba Carolo, la vecina del cuarto y último piso de aquel edificio de protección oficial de no recuerdo ya qué año triunfal que, viuda como se había quedado y con sus hijos casados y dándole nietos, seguía vistiendo luto sin pasar al alivio del morado después de tantos años y vivía, haciendo honor a su hombre propio, más sola que la una.
Cuando empezaron a colonizarnos los primeros aparatos de televisión en blanco y negro, aquellos que tenían un voltímetro que había que esperar a que se calentara para encender el aparato, muy a finales de los años cincuenta, cuando bajábamos al bar a ver las películas, porque no habían entrado todavía en las salitas de estar de las celdas de aquellas colmenas de cincuenta metros cuadrados, ella bajó un par de veces y se horrorizó de la diabólica magia negra que vio, y de lo que oyó.

La Sole siempre dijo lo mismo que del cable telefónico y del teléfono: que jamás entraría un aparatejo de esos en su casa. Sus hijos, sin embargo, le regalaron uno enseguida para que le hiciera la compañía que ellos no le hacían, como harían también con el teléfono más tarde. Pero ella apenas encendía el televisor porque, además de vergüenza, le daba miedo, convencida como estaba de que por el cable de la antena entraban unos seres diminutos, unos duendecillos malignos o más bien diablejos parlanchines, que venían por los aires y se infiltraban en el aparato y empezaban a parlotear y a tratar de embaucarla con el fin de espiarla y de robarla.
Años más tarde, sus hijos le metieron el teléfono en casa, aquel aparato por el que salían aquellas voces que podía oír y con las que podía hablar, pero no ver a sus hijos y nietos, que solo venían de visita muy de tarde en tarde.
Hay quien decía que la vieja chocheaba un poco, pero a mí, que era un chiquillo entonces, no me lo parecía. En lugar de reírme de sus ocurrencias, creía que podían llevar algo de razón, aunque me costó perdonarle que me matara un grillo que tenía yo suelto y correteaba por la cocina, pisoteándolo al confundirlo con una cucaracha.
Se dio cuenta enseguida la Sole de que los anuncios que le metían por los ojos y por los oídos en la cabeza los duendecillos de aquel aparato no vendían cosas, sino sueños y fantasías con los que querían engañarla para que se volviera más loca de lo que estaba y no viera las cosas de verdad y la verdad de las cosas.
También se percató de que las películas y las noticias de aquellos aparatos de los que salían imágenes y voces eran patrañas y podridas mentiras. Lo que le contaban no tenía nada que ver con lo que pasaba en la calle y ella veía cuando se asomaba a la ventana del cuarto piso donde vivía, o cuando salía, bajando penosamente las escaleras, porque no había ascensor que le evitara el esfuerzo, a la calle, a La Finca, que era como se llamaba el barrio que, no asfaltado como estaba todavía, se convertía en un barrizal cuando llovía, que era las más de las veces. Cuando subía las escaleras, más penosamente que cuando bajaba, al llegar al segundo piso, que era donde vivíamos nosotros, solía llamar a la puerta, pararse a descansar y a pegar un rato la hebra con mi madre.
No distinguía elle entre la ficción y la realidad, entre lo real y lo simulado porque tanto lo uno como lo otro salía de aquella misma pantalla en blanco y negro. No llegó a conocer la vieja Soledad, La Sole, el progreso del diabólico aparato, cuando empezó a emitir en color y en numerosos canales tanto públicos como privados, todos iguales al fin y a la postre, ni tampoco la Tecnología Digital Terrestre, que vino muchísimo después, ni tampoco los teléfonos inalámbricos que incluían una pantalla como la del televisor pero muchísimo más pequeña..., pero su primera impresión, sin embargo, le quedó a aquel niño que era yo grabada, muy nítida. Aquella caja no era tan tonta como parecía a simple vista; no informaba de la realidad, sino que la creaba y configuraba para que viviéramos esa simulación que nos metían, como el nodo, el noticiario del domingo, del Ideal Cinema, en el corazón de aquellos pisos de protección oficial.

No conoció la vieja Sole, Dios la libró de ello, todo lo que vino después, que, como diría mi difunto padre, era innecesario porque se podía vivir muy bien sin ello -y toda la vida de Dios, de hecho, se había vivido sin ello hasta entonces-: las redes sociales con sus identidades virtuales, ni el mundo digital donde la línea que separa lo auténtico y verdadero de lo que no lo es se vuelve cada vez más borrosa y más difuminada. A ella las plataformas actuales, que no solo no reflejan la vida de las personas, sino que la reinventan y la falsean, no sé lo que le hubieran parecido, pero seguiría, con razón, empeñada en que la estaban engañando, espiando, robándole la vida y distrayendo su atención, y metiendo por los ojos una realidad que no vamos a decir que no exista -existe, por el contrario, y mucho más de lo que quisiéramos- pero que no deja de ser una cochina mentira, un mundo figurado y paralelo: un mundo para lelos como éramos nosotros.
A su modo aquella vieja, que vivió la restauración borbónica y la república, y otra vez la dictadura, y la restauración monárquica y la transición democrática, medio analfabeta como era, había intuido que cuando ya no podemos distinguir entre lo real y lo simulado, nos limitamos a consumir imágenes y signos que nos distraen de las cosas de verdad, y que, en cuanto a los cambios de régimen, ella, que había vivido tantos, como solía decir, lo tenía probado y comprobado: "Son los mismos perros con collares diferentes".
Mi madre también dice lo de los perros y los collares. Me ha gustado. Por cierto, tenía un poemario preparado desde hace tiempo, había elegido un poema para agradecer la ayuda que prestas sin saberlo, pero me dije: no, le voy a hacer uno específico para él y te lo he hecho, Anarquía se titula para más señas y lo añadí al libro. Lo estoy mandando a pristigiosos certámenes y a editoriales pero no sé si se publicará.
ResponderEliminarGracias, Guante, pero no merezco tanto honor.
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