El Parque de Conservación de la Naturaleza de Cabárceno, en Cantabria, ha activado el protocolo, que suele ser lo peor que se puede hacer con un protocolo, porque nunca trae cosa buena, y ha abatido a un ejemplar de una especie en vías de extinción, el leopardo de Persia (panthera pardus saxicolor), que llegó al parque el pasado mes de julio, escapó de su recinto y logró fugarse de su semi-libertad, que es como llaman al cautiverio, una forma de privación de libertad que por mucho que quiera no logra reemplazar el hábitat natural. Por grande o ¿natural? que sea su espacio, siempre será insuficiente para un animal cuya esencia es vivir libre, cazando y recorriendo vastos territorios. Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión.
Así cubría la noticia el Diario Montañés, el periódico local de campanario: "Uno de los dos leopardos persas de Cabárceno se escapa del recinto y tiene que ser abatido. El animal llevaba un collar GPS y pudo ser localizado agazapado en un árbol cercano a la zona de los jaguares."
Se recuerdan incidentes similares, como la muerte a tiros de una manada de lobos en 2014, y las tres jirafas que perecieron abrasadas en el incendio de su refugio debido a un cortocircuito en el sistema de calefacción, ya que estos animales no están acostumbrados en invierno a estos fríos boreales.
Que en lugar de sedar al fugitivo se haya optado por abatirlo, es decir, matarlo -llamemos a las cosas por su nombre, sin ridículos eufemismos como hacen los periodistas cuando hablan de bajas en una guerra en vez de asesinados- refleja una gestión preocupante y deja en evidencia las carencias en los protocolos de emergencia y bienestar animal en el parque susodicho. ¿Por qué no sedaron de un disparo al animal? La respuesta se encuentra en la gestión mercantilista que caracteriza a Cabárceno, donde la vida animal parece subordinada a la exhibición y el atractivo turístico, más que a un compromiso genuino con la conservación, escondidos bajo un disfraz de "protección y conservación" que, una vez más, muestra su hipocresía.
La conservación de una especie no debería basarse en el cautiverio y la explotación, sino en la preservación de su hábitat que permiten a cada especie desarrollarse de forma plena en libertad. Casos como el de este leopardo persa son recordatorios dolorosos de que encerrar a los animales y gestionarlos como si fueran piezas del escaparate de un museo es una visión lamentable.
El objetivo de los zoológicos debería ser la conservación -ya hemos visto cómo conservan a algunas especies en vías de extinción-, la educación y la investigación, no el lucro. Las tarifas de entrada al parque
oscilan para los adultos -considerados a partir de los 13 años- desde los 24 euros en temporada baja hasta los 39 en temporada alta, y para los niños
de 14 a 21,5.
Suele justificarse la existencia de los parques zoológicos porque son educativos. Contra esta argumentación, razona H. L. Mencken lo siguiente: “¿Pero cómo podrían serlo? Porque, a decir verdad, nunca he sido capaz de averiguar qué tipo de instrucción es la que aportan, ni cuál es su valor. La pura verdad es que no son más educativos que los desfiles de bomberos ni que las muestras de cohetes, y que lo único que realmente ofrecen al público a cambio de los impuestos que nos cuestan es una forma de diversión ociosa y estúpida, tanto que en comparación una visita a un centro penitenciario, al Congreso o incluso a una sesión legislativa estatal resultarían del todo informativas, estimulantes y honoríficas.
¿Educación, dicen? ¡Su abuela! Muéstrame a un solo escolar que haya aprendido algo valioso o importante por ver a un viejo león sarnoso roncando en su jaula o a una familia de monos peleándose por unos cacahuetes”.
Contra el argumento de que los parques zoológicos pueden tener un valor de investigación científica, también razona Mencken “porque ningún descubrimiento científico de algún valor, ni siquiera para los propios animales, ha salido alguna vez de ningún zoológico”. Tampoco brindan los zoos nuevos conocimientos sobre el comportamiento animal, pues dichos conocimientos deben obtenerse no de animales encerrados y torturados, sino a partir de animales en un entorno natural".
Los trabajadores de los zoos, dice Mencken, no son especialmente zoófilos, como tampoco los funcionarios de prisiones son unos sentimentales que sollozan empáticamente por el sufrimiento que sienten sus reclusos.
El trabajo de los cuidadores es una guerra sin fin contra los instintos naturales de los animales. Y se pregunta: "¿Cómo puede el hombre beneficiarse y mejorar por escatimarle a una foca su hielo ártico, por negarle al hipopótamo un suave revolcón en el barro, por impedir al búfalo correr a sus anchas, por destronar al león, por quitarles el cielo a las aves?"
(Los textos de Mencken están tomados del libro “De la felicidad y otros escritos” de H. L. Mencken, seleccionados y traducidos por Íñigo García Ureta, Trama editoriales, Madrid, 2018).