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sábado, 10 de mayo de 2025

"Juicio a una zorra"

    He leído el monólogo dramático “Juicio a una zorra” (2013) escrito por Miguel del Arco para la actriz Carmen Machi,  que da voz con su magnífica interpretación en la que pone todo su cuerpo y su alma, a la propia Hélena de Esparta que pasó a ser Hélena de Troya, la causante de la primera guerra mundial de nuestra literatura occidental, por ver si había en él algo del Encomio de Hélena de Gorgias, del que presentamos aquí mismo una traducción.
 
 
      Y es poco lo que he encontrado. Solo una referencia al texto y al autor, al que se le califica coloquialmente de “charlatán”, que sería el equivalente popular del término especializado “sofista” con el que habitualmente se despacha a Gorgias de Leontinos. 
 
    Este es el texto al que me refiero: “La palabra, como dijo un charlatán, es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo y muy invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. ¿Verdad? Puede eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión, insuflar en los oyentes un estremecimiento preñado de temor, una compasión llena de lágrimas y una añoranza cercana al dolor, de forma que el alma experimenta mediante la palabra una pasión propia con motivo de la felicidad y la adversidad en asuntos y personas ajenas”. 
 
    Hay que decir, en primer lugar, que Gorgias no es un charlatán o sofista al uso, como despectivamente lo califica Miguel del Arco. Y el Encomio de Hélena no es un mero ejercicio de retórica o de sofística, sino algo más, un opúsculo de todo un filósofo o amante platónico de una sabiduría que nadie posee. Autor de un tratado (perdido) “De lo que no es lo que es o de la naturaleza”, en el que desarrollaba tres tesis desconcertantes: (1) Nada es lo que es; (2) si algo es lo que es, no puede ser conocido; (3) si pudiera conocerse, no podría comunicarse a los demás. 
 
      
     En segundo lugar, si la palabra es un poderoso soberano, el hecho de que la tome Hélena, la adúltera, la zorra, la puta, es una licencia poética para a lo largo del monólogo dramático tratar de justificar moralmente su conducta, pero el breve texto de Gorgias era mucho más que eso: era un ataque en toda regla contra la pretensión de ser uno el que es, precisamente porque, según el primer postulado de su tratado, nada ni nadie, por lo tanto, es lo que es. 
 
    Pero este monólogo dramático, cuya lectura o visión por otra parte no dejo de recomendar por su valor artístico, se presenta como un juicio al personaje, en el que los espectadores son el jurado popular que decidirá, al final de la función, absolver seguramente a la protagonista encausada, que, además de hablar, no hace más que emborracharse para desinhibirse, por aquello tal vez de que en el vino... la verdad,  y por aquello quizá de que solo los borrachos (y los niños) suelen revelarla. 
 
    En realidad, más que un monólogo, es un diálogo mudo con Zeus, su padre, contra el que se rebela, el cual por su parte solo habla en alguna ocasión como dios del rayo lanzando aparatosos truenos. Miguel del Arco convierte a Hélena en un personaje dramático, con "perspectiva de género" como dice algún crítico, que afirma: “Yo sólo tomé una decisión. Posiblemente la única que tomé en mi vida. La decisión de amar a un hombre por encima de todas las cosas”.

miércoles, 9 de abril de 2025

Hélena de Troya, libre de culpa, pecado y responsabilidad.

Gorgias en su opúsculo Encomio de Hélena, que puede leerse aquí mismo, no hace una alabanza encarecida o elogio, como el título indica, sino, más que eso, una auténtica apología o discurso de defensa no sólo judicial sino también moral de una mujer a la que declara inocente e irresponsable de los actos que se le imputan. 

Según la tradición, Hélena fue una mujer fatal, una adúltera legendaria que provocó una desastrosa guerra mundial, la guerra de Troya, abandonando a su esposo Menelao, el rey de Esparta, y fugándose con el apuesto príncipe troyano Alejandro Paris,  si no fue raptada por aquél. 

Para Gorgias, sin embargo, no es culpable de adulterio ni responsable tampoco de haber provocado dicha primera guerra mundial de nuestro mundo. Poetas como Estesícoro y Eurípides habían intentando desmitificar a Hélena de Troya diciendo que nunca había ido a Troya. Pero Gorgias, partiendo de la verdad homérica tradicional, que no cuestiona, va a hacer algo mucho más subversivo que eso, va a desresponsabilizar, por así decirlo, a la bellísima hija de Leda. 

Aunque no sepamos lo que sucedió exactamente entre Hélena y Alejandro, si hubo un secuestro, como querían los griegos, o se trató de una fuga, como argumentaban los troyanos, que la aceptaron en sus murallas dándole asilo, es posible afirmar una cosa con certeza: Hélena es inocente. No es una petición de principio, sino una conclusión lógica y racional que se desprende del razonamiento de Gorgias. 
 

La desresponsabilización de Hélena se lleva a cabo de cuatro formas: la primera, culpabilizando a los dioses y al destino, culpar a los dioses es una manera de declararla a ella inocente; la segunda, inculpando al raptor, porque si se trata de un rapto, ella sería una víctima; la tercera, si fue persuadida o, si se prefiere, engañada por la palabra y la razón, por el lenguaje, que como afirma Gorgias λόγος δυνάστης μέγας ἐστίν, es un gran señor, una poderosa fuerza, también es inocente en este caso, porque el que habla propone una representación del mundo que el oyente asume, llegando a ver la realidad bajo un nuevo prisma; la cuarta, por la irresistible pasión de Eros, es decir, por la fuerza del amor, que también es un dios que arrebata a mortales e inmortales. 

De cualquier manera, Hélena fue a Troya contra su voluntad, por lo que, de ninguna forma, es judicial- ni moralmente responsable, y, si no es culpable, resulta que es, en buena lógica, inocente tras el análisis racional de los motivos de su conducta. 

El comportamiento de Hélena sería un caso paradigmático de cualquier conducta humana, simplemente como tal, y su resultado sería que nadie es moralmente responsable de nada en absoluto. Y si la argumentación de Gorgias absuelve a Hélena también exculparía, por ejemplo, a su raptor Alejandro, admitiendo que ella fue secuestrada por él, ya que el príncipe troyano habría obrado también movido por la fuerza irrefrenable de la pasión amorosa, y no sería responsable de su conducta tampoco. 

Y si el argumento disculpa la conducta de los dos amantes, también nos absuelve de paso a todos nosotros piadosamente. Nadie sería moralmente culpable de nada porque nadie hace mal a conciencia, voluntariamente. 

 
Hélena de Troya, Gustave Moreau 

Si la argumentación de Gorgias es sólida, y parece que lo es, debe ser válido para todos los agentes humanos y para todas sus acciones el principio socrático de que οὐδείς ἑκὼν ἐξαμαρτάνει, nadie hace mal a sabiendas,  que se tradujo al latín como nemo sponte sua peccat -donde hay que entender el “peccat” en el sentido amplio que va de la equivocación al delito que tenía en la lengua de Virgilio, y no en el cristiano y restringido de pecado-: nadie es nunca culpable de nada ni responsable de sus actos, por lo que, de alguna manera, está declarando inocente y libre de toda culpa, pecado y responsabilidad jurídica y moral a toda la humanidad. 

Todos somos inocentes al fin y a la postre, lo que no quiere decir que todo el mundo sea bueno, sino que si hay alguien malvado es por ignorancia: nemo uolens malus est

Gorgias, aunque escribió su panegírico de Hélena hace casi dos mil quinientos años, se muestra aquí como si fuera un autor contemporáneo, es decir, como todo un clásico, un muerto que está bien vivo todavía, y que nos hace revisar nuestras apolilladas ideas sobre la libertad humana, el libre albedrío y la responsabilidad moral de nuestras acciones, y replantearnos estos grandilocuentes conceptos, de los que tendríamos que admitir unas versiones mucho más restringidas de las que tenemos, pues viene a decirnos que somos susceptibles de manipulación, cosa que sabemos muy bien nosotros, que sufrimos la moderna propaganda y el lavado de cerebro bajo el poder de las imágenes y las palabras. 


viernes, 2 de junio de 2023

Palabrería

    Hay un adagio latino muy célebre que ha sido proclamado por muchas personalidades que dice: RES, NON VERBA. (Cosas, no palabras). El dicho contrapone, por un lado, las cosas, es decir, las realidades, con las palabras, y, por el otro lado, se exige que haya cosas y no palabras, como si los hechos y los dichos fueran cosas -digo bien 'cosas'- diametralmente distintas. Tanto las palabras como las cosas son cosas, y tanto las unas como las otras son palabras.

    Cuando alguien, por lo tanto, dice algo como: Déjate de palabras, y vamos a los hechos, por ejemplo, establece una división entre la teoría y la práctica que no se sostiene, porque la teoría también es una forma de práctica, y esta última admite también la teoría. 

     Pero puede tener algo de reclamación popular cuando se les exige a los políticos que cumplan sus promesas electorales, que se dejen de palabrería con la que nos envuelven, seducen y engañan, y que hagan el cambio que han prometido y que no pueden hacer porque ellos no son la solución del problema, sino parte importante de él, y solo pueden hacer lo que ya está hecho.

    En este sentido resultaba sarcástica aquella pintada creo que era argentina que decía: Basta de realidades, queremos promesas, que vendría a ser lo contrario del adagio latino que citábamos al principio: VERBA, NON RES. El pueblo ya no quiere realidades, quiere palabras, porque la palabra, como dijo el sofista Gorgias en su Encomio de Hélena, es un poderoso soberano (λόγος δυνάστης μέγας ἐστίν), que puede llevar a cabo acciones divinas, como hacer, por ejemplo, que cese el terror, matar las penas, infundirnos alegría, y acrecentar la compasión, pero también puede hacer todo lo contrario, porque es una poderosa droga que puede curarnos o envenenarnos. No en vano se decía en la antigüedad que los sofistas podían hacer ver lo blanco negro y lo negro blanco.

    Se desprecia a veces el valor de la palabra política, contraponiéndola a los hechos, pero la palabra política es el fundamento de la acción política misma, es el hecho que fundamenta todo el sistema. La palabra, o el discurso, o el relato, o la narrativa, no es un sustituto de la acción, es acción ella misma. Decir, lo saben bien los políticos profesionales, es sinónimo de hacer. Gobernar, lo saben bien todos los gobiernos, es mentir, y para mentir hay que hablar, y, si es posible, mucho y haciendo uso de una jerga incomprensible para el pueblo. Vana palabrería. Lo de menos es lo que se diga. 

 

    Hay un chiste clásico de Gila, que apareció en Hermano Lobo, aquel semanario de humor “dentro de lo que cabía”, que no era mucho, en el año 1974, en la que un político está hablando -abriendo la boca y gesticulando- desde una tribuna, y un paisano le pregunta a su vecino: “-¿Qué dice?” El otro le responde: “-No sé, es un discurso.” Y el primero, que ha entendido la respuesta, exclama: “¡Ah!” Con muy pocas palabras está dicho todo. El político no está diciendo nada sustancial, nada relevante, nada importante, pero está hablando, está haciendo uso de la palabra -y por lo tanto, quitándosela a los demás- pronunciando un discurso que no se entiende, por eso el paisano reconoce que no sabe qué está diciendo, porque los discursos son palabrería.

    Pero no debemos despreciar esa palabrería, porque es la que sostiene al sistema: el discurso político sostiene a la polis, es decir, al Estado. En la era del espectáculo, los gobiernos hacen permanentes comparecencias a través de los medios de (in)formación de masas a su servicio porque son conscientes de que la política es básica- y exclusivamente apariencia y palabrería.

    En sus discursos hacen uso de la palabra, una palabra que actúa como un placebo, porque saben que el sistema se sostiene con ella. Es un hablar afirmativo que trata de fomentar la fe en el propio sistema.

 

    Basándonos en la premisa de que la palabra es acción, cabe suponer que se pueda hacer un uso de ella para hacer algo como desmentir al que nos engaña, desestabilizando así el sistema todo que sostiene su discurso y el discurso que sostiene el sistema. Si el sistema se sostiene gracias a la palabra, también gracias a ella puede quizás -¿quien sabe? Pero ahí radica nuestra desesperada esperanza- tal vez tambalearse. Nada nos lo asegura, por supuesto, pero tampoco hay certeza de lo contrario.

lunes, 1 de marzo de 2021

RES NON VERBA

Suele traducirse el latinajo “res non uerba” por “cosas, no palabras”, porque “res” propiamente significa “cosas”, o también con cierto anacronismo “realidades”,  y “uerba”, origen de nuestro término gramatical “verbo” y del adjetivo “verbal”, sin más por “palabras”. 
 
 
Hay que decir, en efecto, que nuestra “realidad” y su adjetivo correspondiente “real” derivan de la palabra latina “res”, pero la “realitas” latina no es clásica, sino fraguada en la Edad Media. 
 
La frase “res non uerba” se le atribuye, sin mayor fundamento, a Marco Porcio Catón, más conocido como Catón el Viejo, un senador romano que vivió a caballo entre los siglos III y II a. C., célebre por la austeridad de sus costumbres y su nacionalismo romano. El dicho refleja el consabido lugar común del espíritu pragmático y poco teórico de los romanos frente al teórico de los griegos. La atribución a Catón quizá se deba a que se ha visto en él el prototipo de romano de viejo cuño y chapado a la antigua, enemigo de lo griego y lo moderno. 
 
Este tópico viene de muy antiguo, pues ya en Livio, cuando nos narra la guerra de los romanos contra Palépolis, una colonia griega asentada no lejos de donde luego surgió Nápoles, se lee que Roma envió feciales a los palepolitanos exigiéndoles una reparación por sus acciones hostiles contra los romanos que vivían en territorios aledaños, y que estos les dieron una respuesta arrogante, dado que eran griegos y los griegos, apostilla Livio, son gente lingua magis strenua quam factis, un pueblo más valiente de palabra que de obras, donde se contraponen la “lengua” y los “hechos”, otra vez las palabras y las cosas. 
 
Dentro del ámbito del latín cristiano surgió “facta, non uerba”, que quiere decir “hechos, no palabras”, y se relaciona con el tópico de la retórica clásica que contrapone el factum con el uerbum, o dicho en griego, el ἔργον (érgon) con el λόγος (lógos). En este sentido hay un viejo proverbio griego: La asamblea de Grecia no necesita de palabras, sino de hechos (οὐ λόγων ἀγορὰ δεῖται Ἑλλάδος, ἀλλ᾿ ἔργων). Herodas, en sus Mimiambos VII, vv. 49-50 presenta una distorsión cómica pero no poco significativa de este proverbio: Pero, como dicen, no son palabras sino dineros lo que hace falta en el mercado, sustituyendo la acepción política del término ἀγορά “asamblea ciudadana” por la económica “lugar de mercado”, y el término ἔργων (hechos) que se contrapone a las palabgras por χαλκῶν (dineros): ἀλλ᾽ οὐ λόγων γάρ, φασίν, ἡ ἀγορὴ δεῖται / χαλκῶν δέ. 
 
Cuando se dice “res, non uerba” lo que se quiere decir es que queremos la verdad desnuda de las cosas, no arropada por la palabra humana o el lenguaje artificioso en general, que tiene el gran poder de engañar y de falsificar, ya que como dijo Gorgias λόγος δυνάστης μέγας ἐστίν: la palabra es un poderoso soberano, que con un cuerpo muy diminuto y muy invisible lleva a cabo acciones muy propias de dioses: pues puede hacer que cese el terror, matar las penas, infundirnos alegría, y acrecentar la compasión.
 
El descubrimiento de que las realidades son ideas puede hacernos olvidar alegremente que las ideas también son realidades, y que por lo tanto la denuncia de su carácter falso no les libra de su condición de realidades. Si la realidad fuera real sin más no haría falta decirlo, se impondría por sí sola; cuando afirmamos que la realidad es la realidad o que es real la estamos convirtiendo en lenguaje, es decir, en mentira. 
 
Contraponer las cosas, hechos o realidades con las palabras nos lleva a oponer la práctica con la teoría, el hacer con el hablar, lo objetivo con lo subjetivo, olvidando que, como suele decirse, hablando se entiende la gente, y que por lo tanto hablar es una forma de hacer, y que hacer posible el entendimiento entre la gente es un activismo de por sí bastante revolucionario que libera a la acción de la tiranía mentirosa de las ideas y palabras.
 
Ya se sabe, además, que cuando se dice entre dos desconocidos en medio de una trifulca o discusión acalorada una frase como "¡Aquí va a haber algo más que palabras!" se siente enseguida como una amenaza, sabemos que ese algo no puede ser otra cosa más que hostias desgraciadamente.