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lunes, 10 de noviembre de 2025

El cáncer como metáfora (y II)

    Tenemos un gobierno plagado de buenas intenciones que, antes que invertir en curar o paliar el cáncer, gasta energías y recursos en declarar políticamente incorrecta la palabra cáncer por respeto, dice, a los pacientes que la sufren, que no deben ser estigmatizados. No impulsa avances médicos ni refuerza la sanidad pública, ni resuelve ningún problema estructural, siguiendo, no se si a sabiendas o no, la tesis de Susan Sontag, limitándose a declarar incorrecta la palabra. 
 
    No es la primera vez que en la refriega política profesional se acusan unos a otros de ser un cáncer para España o para la sociedad en general, aludiendo a la enfermedad que no debe ser nombrada fuera del ámbito médico-sanitario, por eso, desde el gobierno, se considera que "es urgente abandonar su uso como metáfora o sinónimo de insulto o descalificación", porque es una metáfora muy poderosa.

     Ya desde san Isidoro de Sevilla, entre nosotros, en sus Etimologías libro IV, capítulo VIII, §14 se leía que el cáncer -se refería el santo, siguiendo a Celso, a las enfermedades que aparecen en la superficie del cuerpo- era una enfermedad incurable -vulnus, sicut medici dicunt, nullis medicamentis sanabile-, que había que extirparlo como fuera para retrasar  la muerte inevitable del enfermo, que, aunque más lenta, acabará viniendo sin embargo como consecuencia -at ergo praecidi solet a corpore membrum ubi nascitur, ut aliquantum diutius vivat-,  una creencia que la exégesis cristiana posterior ha demonizado e interpretado como una metáfora del castigo divino por el pecado que corroe el cuerpo y el alma.  Hoy se piensa que algunos al menos -pues no hay un solo cáncer, sino muchos tipos de cánceres- son tratables y curables, pero la metáfora sigue siendo muy poderosa, y aunque haya una clasificación moral de cánceres benignos y malignos, por lo bajo se sigue pensando que no hay ninguno bueno.  
 
      Se preguntaba hace años Agustín Gacía Calvo en Información y cáncer, publicado en el Periódico Global(ista) a comienzos del año del Señor de 1989, lo que ha llovido, madre mía, desde entonces acá pese al Cambio Climático, cuál era la enfermedad que en el mundo actual amenazaba más tétrica- y aciagamente nuestras vidas. Y la respuesta no podía ser otra que “eso que llaman cáncer”, una enfermedad que estaba de moda hacía un siglo y que se burlaba de los millonarios esfuerzos de la Ciencia a la hora de descubrir sus mecanismos, lo que, según él, podía deberse a que “hay algo en los supuestos mismos de la Ciencia que no marcha”. 
      Y ponía en relación la enfermedad que no debe ser nombrada con la plaga moderna que azota nuestras ciudades y campos, que es la información. Si nos pusiéramos como un extraterrestre a describir esta plaga veríamos informaciones por doquier tanto visuales como auditivas como ambas cosas a la vez con noticias y propagandas varias: “una cuantía de información que se come literalmente los muros, calles, pieles, aires, ojos”, y que, en definitiva, nos come a nosotros mismos. 
 
    Si ponemos en relación ambas plagas, descubrimos que el cáncer es información, y la información es un cáncer, pero no solo metafóricamente, sino real- y dialécticamente, ya que el cáncer moderno con metástasis puede definirse como “proliferación desordenada de ciertas células del organismo”. Tanto la organización de nuestra sociedad como la de nuestro cerebro están sometidas a un exceso evidente de información inútil, que no responde a ninguna necesidad, deseo o utilidad, lo que lógicamente produce un trastorno y malfuncionamiento por su acumulación. 
 
    Nuestro cerebro, por así decirlo, transmite a las células excesivas instrucciones, mal reguladas, que son las que se manifiestan como cáncer.  
     Ya Susan Sontag (1933-2004)  en La enfermedad y sus metáforas (1978)  había sostenido que el cáncer -al igual que antes la tuberculosis- había sido rodeado por un lenguaje metafórico que cargaba la enfermedad de significados morales, psicológicos y sociales dañinos, lo que no sólo distorsionaba su comprensión médica, sino que también culpabilizaba al enfermo, al sugerir que era de alguna manera responsable de su padecimiento, por lo que la autora proponía liberar la enfermedad de esas metáforas: pensar el cáncer de manera literal, clínica, sin simbolismos, para así disminuir el estigma y permitir una relación más racional y compasiva con la enfermedad.

    La propia Sontag padeció la enfermedad tres veces, o mejor dicho, padeció tres cánceres distintos: cáncer de mama en los años setenta (que inspiró La enfermedad y sus metáforas), luego sarcoma uterino en los ochenta, y finalmente la leucemia que causó su muerte. A lo largo de su vida defendió que no debía pensarse el cáncer como un enemigo moral o un castigo, sino como un hecho biológico que debía afrontarse sin carga simbólica.

    El uso metafórico o peyorativo, sin embargo, de la palabra 'cáncer' no estigmatiza la enfermedad ni a los pacientes. No se podrá decir, por ejemplo, que el régimen político democrático es un cáncer o el congreso mismo de los diputados y diputadas es un cáncer, porque estaríamos estigmatizando la enfermedad y a los pacientes. No vamos a poder decir, por ejemplo, que los partidos políticos y los políticos profesionales, sean del signo que sean, son unos cánceres de la sociedad, porque el uso de la palabra 'cancer' es políticamente incorrecto, podremos decir que son unos parásitos, o unos cáncanos.
      Se busca que la palabra no se use para describir cosas que se consideran negativas o destructivas, reconociendo que es una enfermedad grave pero tratable y, en muchos casos, curable, por lo que se aconseja evitar metáforas bélicas como "lucha", "batalla", “guerra” y de utilizar los verbos "ganar" y "perder" en ese contexto, ya que se carga a los pacientes con la responsabilidad de la curación de su enfermedad. 
     
       La metáfora bélica de guerra, lucha, batalla contra el cáncer hace al paciente responsable de ella, cuando no lo es, como si él fuera decisivo a la hora de ganar o perder ese combate mortal con la enfermedad. 

sábado, 8 de noviembre de 2025

El cáncer como metáfora (I)

    La que podría pasar desapercibida entre tantas noticias sin importancia, la regulación de la palabra 'cáncer' aprobada mayoritariamente por el Congreso de Diputados y Diputadas del reyno de las Españas a instancias de una proposición no-de-ley del grupo socialista tiene, sin embargo, su enjundia porque se trata de proscribir desde arriba un término de uso común y corriente en el lenguaje de la gente por considerarlo ominoso y políticamente incorrecto. 
 
    Según la propuesta, no se trata de prohibir, sino de promover «un uso responsable y empático del término, evitando que se utilice como insulto o descalificación». Se argumenta que «no es aceptable emplear la palabra cáncer como metáfora de lo peor, de lo que corrompe o de lo que destruye, porque el cáncer no es eso: es una enfermedad grave, sí, pero también cada vez más tratable, más comprensible y, en muchos casos, curable». 
 

    La mayoría del congreso que ha votado a favor de esta delirante propuesta, que es la práctica totalidad, parece que ignora que cáncer es, además de la enfermedad que no debe ser nombrada, el cuarto signo del zodíaco y el nombre del trópico enclavado en el hemisferio norte del planeta, y un cultismo derivado del latín cancer, cancri, que era el nombre del 'cangrejo', cuyo acusativo 'cancrum' ha dado origen a la palabras patrimoniales prácticamente en desuso 'cancro' y 'cangro', cuyo diminutivo 'cangrejo' remonta al castellano del siglo XIII. 
 
    Parece que sus señorías ignoran, además, que hay sinónimos como tumor y carcinoma, derivado este último del griego καρκίνος (karkinos), que además de significar 'cangrejo', como el latín 'cancer', tomó la acepción de 'tenazas e instrumento de tortura' por similitud con las pinzas del artrópodo crustáceo. Precisamente 'cancer' fue la traducción al latín del griego καρκίνος que aparecía en la obra de Hipócrates, el padre de la medicina. 
 
    El uso como enfermedad aparece numerosas veces en Aulo Cornelio Celso, el Hipócrates latino, que en el siglo I de nuestra era escribió en buen latín De medicina en ocho libros. Allí, donde aparece innumerables veces como traducción del griego, cancer designa una úlcera o una llaga que se extendía como las patas de un cangrejo por la superficie del cuerpo. No se trataba del cáncer en sentido moderno de tumor maligno con metástasis, que eso todavía no había sido descubierto por la Ciencia y, por lo tanto, no existía, sino más bien de lesiones ulcerosas crónicas, infecciones graves o tumores visibles que se asemejaban a un cangrejo por su aspecto o por cómo se aferraban al cuerpo. 
 
     Cuando la sanidad pública agoniza, lo prioritario para las altas instancias del Estado es regular el uso de la palabra cáncer que, reservada para el ámbito médico sanitario, no debe emplearse como insulto fuera de ese contexto, como si la enfermedad desapareciera por arte de magia y encantamiento, curándose simplemente los pacientes con dejar de nombrarla. Y se le prohíbe, además, decir al pueblo, con una autoridad que ya quisiera para sí la docta Academia, que diga cosas que son verdad como que el gobierno, cualquier gobierno, y los partidos políticos todos ellos son un cáncer maligno para el pueblo, o como escribía el otro día Savater en su columna de The objective titulada La solución final refiriéndose al gobierno actual: "Suicídense, ustedes son el cáncer totalitario de este país".
 
    He aquí un éxito más de la tentación totalitaria de la neolengua (newspeak) orgüeliana, que declara lo que es correcto y lo incorrecto, un intento de gobernar el lenguaje de la gente que no solo se limita a llamar a lo malo bueno y viceversa trafulcando el sentido de las cosas, sino a proscribir el uso de determinadas palabras consideradas políticamente incorrectas, como la que nos ocupa, debilitando el discurso político al meter miedo o culpa a quien se atreva a usar una metáfora poderosa y legítima.   

jueves, 14 de mayo de 2020

El colmo del eufemismo

Si no era ya harto ridículo llamar a los ciegos invidentes, como hacen algunos con no poca pedantería, empleando el lenguaje para ocultar la realidad, y no llamando a las cosas por su nombre (al pan pan, y al vino vino), vicio que ya denunció Quevedo entre nosotros (“Por hipocresía llaman al negro, moreno; trato a la usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de barbas y al mozo de mulas, gentilhombre del camino”*), he aquí el eufemismo políticamente corregido, mejor que “correcto”, o sea, la corrección política aplicada al eufemismo: discapacitados visuales

Y dando un paso más aún, en pro del lenguaje incluyente, para que no se sientan excluidas las mujeres, que no tendrían por qué sentirse así ni ofenderse, habida cuenta de que nos hallamos ante un uso no marcado del género gramatical masculino que incluye al femenino, pero algunas se sienten privadas de mención e invisibilizadas, según afirman: personas discapacitadas visuales, o su variante estilísticamente alternativa: personas con discapacidad visual

 Viñeta de Alberto Montt

Así, podemos leer aberraciones escritas como esta joya: “Por suerte, la naturaleza que es sabia, hace que las personas discapacitadas visuales desarrollen mucho más el resto de sus sentidos, el del oído, el del olfato y, por supuesto, el del tacto.” O esta otra: “En España, son 70.000 las personas discapacitadas visuales afiliadas a la ONCE”, en la que, por cierto, es de agradecer que se mantenga el acrónimo ONCE, cuya “c”, como se sabe, es la letra inicial de “ciegos”: Organización Nacional de Ciegos de España

Supongo que, aplicando el mismo criterio, a los sordos se les acabará llamando discapacitados auditivos, y para que quede claro que no excluimos a las sordas cuando hablamos de “discapacitados” usando el masculino como término marcado, mejor: personas discapacitadas auditivas o con discapacidad auditiva, expresiones que, feas como ellas solas como demonios, atentan a todas luces contra el principio de economía del lenguaje y contra el buen gusto y la sencillez a la hora de hablar y de escribir.

oOo

NOTA.- Hurgando en la obra de Quevedo no encuentro esta frase, tan repetida en interné, escrita como tal. Se trata de una abreviación de este párrafo de los Sueños, que prefiero citar completo: Pues todo es hipocresía. Pues en los nombres de las cosas ¿no la hay la mayor del mundo? El zapatero de viejo se llama entretenedor del calzado. El botero, sastre del vino, porque le hace de vestir. El mozo de mulas, gentilhombre de camino. El bodegón, estado; el bodegonero, contador. El verdugo se llama miembro de la justicia; y el corchete, criado. El fullero, diestro; el ventero, güésped; la taberna, ermita; la putería, casa; las putas, damas*; las alcagüetas, dueñas; los cornudos, honrados. Amistad llaman al amancebamiento; trato a la usura; burla a la estafa; gracia, la mentira; donaire, la malicia; descuido, la bellaquería; valiente al desvergonzado; cortesano al vagamundo; al negro, moreno;  señor maestro al alabardero; y señor doctor al platicante. Así que ni son lo que parecen ni lo que se llaman: hipócritas en el nombre y en el hecho.    (Francisco de Quevedo, El Mundo por Dedentro, Sueños). Como puede comprobarse, todos los eufemismos de la primera cita  están en este párrafo salvo el de "barbero, sastre de barbas", que sin embargo es también creación del propio Quevedo, quien en La vida del buscón don Pablos, Pablos presenta a su padre como barbero que se avergüenza de que le llamen así y prefiere denominarse "tundidor de mejillas y sastre de barbas".

Nota*.- Le haría sin duda gracia a don Francisco de Quevedo que hoy a las putas se las denomine trabajadoras sexuales.