Non illi imperium pelagi saeuomque tridentem (Virgilio,
Eneida I, 138)
Suyo no es el gobierno del mar ni el fiero tridente.
Se
le atribuye a uno de los siete legendarios sabios de Grecia, a
Periandro de Corinto, ciudad de la que fue tirano en el siglo VII antes
de nuestra era, la máxima: “Mejor la democracia que la tiranía”. ¿Qué
quiere decir esta frase en
boca precisamente de un tirano? Hay que entenderla en su contexto, que
es que Periandro decía también, según Diógenes Laercio, que para
establecer una tiranía segura
había que escudarse en la benevolencia y no en las armas, por lo que
daba a entender
que el fundamento del poder debía ser no la imposición de la fuerza,
sino el amor o al menos la afección, si no se quiere tanto, de los
súbditos,
para lo que no hay nada mejor que el refrendo popular, es decir, que el
pueblo
elija a su tirano, de forma que la tiranía no se sienta como una
imposición
externa sino como una elección "libre" y, por lo tanto, expresión
voluntaria de lo que el pueblo quiere.
Periandro no estaba lejos del descubrimiento
moderno de que la democracia es mejor tiranía que la tiranía pura y dura, y que, por lo tanto, es la mejor dictadura que puede haber en el mundo moderno, en el sentido de más eficaz, porque no
se siente como imposición dictatorial. Ese descubrimiento lo hizo entre otros Rousseau cuando escribió
que el pueblo inglés creía que era libre y se equivocaba, ya que sólo lo era durante la elección de
los miembros de su parlamento; una vez que habían elegido a sus representantes,
los ingleses se convertían en sus esclavos, dado que esos supuestos representantes de la
voluntad popular no eran otra cosa que comisarios delegados. Lo que decía de los ingleses se puede hacer
extensivo, por supuesto, a cualquier democracia moderna. La voluntad popular no admite
ninguna representación que la sojuzgue: “La soberanía no puede ser representada
por la misma razón que no puede ser alienada”.
La soberanía popular, de hecho, no va más allá de depositar un
voto en una urna cada cuatro o cinco años para decidir quiénes, dentro de la lista
cerrada de un partido o coalición electoral, van a ser los supuestos representantes, es
decir, gobernantes, del pueblo durante un período determinado de tiempo. ¿Por qué cada
cuatro o cinco años? ¿No podría hacerse en un período más dilatado de tiempo, por
ejemplo, cada veinticinco años, o en uno mucho más breve, quizá cada mes o,
mejor aún, cada día?
He aquí la perversión conceptual de la democracia moderna: llamar a
los gobernantes, que antes lo eran por imposición divina de la línea dinástica o por la fuerza de las armas,
representantes de la voluntad popular, una voluntad que parece que lo que
quiere es que la gobiernen a toda costa, no sea que ella
sola vaya a desmandarse. La democracia sería, pues, la “libertad” que tiene
el pueblo de elegir a sus gobernantes.
-¿Qué es la democracia? -La "libertad" de elegir a los jefes (o las cadenas).
Se
oye mucho decir que el pueblo es soberano, pero hay
que preguntarse: soberano ¿de quién? Hay quien dice que en democracia,
que es el
régimen actual que inventaron los griegos y que nos ha tocado padecer a
nosotros, incluidos los griegos actuales, el pueblo es soberano de sí
mismo.
Pero no se puede ser a la vez soberano y súbdito, ya que el pueblo que
gobierna
no es el pueblo que obedece. El soberano es el que manda, el que
gobierna, el
que reina, y el pueblo, por definición, el mandado. El pueblo soberano
sería el
que sólo obedece a su propia voluntad. Pero la voluntad popular no puede
tener
representantes, porque lo que el pueblo quiere es que no gobierne nadie
o, como la gente dice, que nadie sea más que nadie. Cuando el pueblo
habla en primera persona del singular, un singular colectivo, dice: A mí
no me representa nadie. Y cuando habla en primera persona del plural:
Nadie nos representa, nuestros representantes no nos representan ni a
nosotros ni a sí mismos ni siquiera.
Política de Aristóteles, Loeb Classical Library (traducción inglesa de H. Rackham)
Algo de esto quizá ya intuyó Aristóteles en su
Política 1312b cuando escribió en el inciso de un breve paréntesis que
la democracia final o extrema -dejemos el adjetivo τελευταία y lo que
haya querido decir el estagirita con él, para centrarnos en el
sustantivo sustancial- era una tiranía, juntando las palabras δημοκρατία (compuesta de demos/pueblo, y kratos/gobierno en la
lengua de Homero) y τυραννίς (que
es el nombre de la tiranía) en una frase copulativa donde la democracia extrema
es el sujeto y el atributo la dictadura.
Y a todo esto, como se preguntaba Larra, El Pobrecito Hablador,
¿dónde está el público (o el pueblo, que diríamos nosotros)? ¿Dónde se lo encuentra
uno? ¿Qué dice el pueblo de esta usurpación de su nombre común por los nombres
propios de los aspirantes a déspotas democráticos? El pueblo se pavonea
orgulloso porque le han impuesto el título deslumbrantemente versallesco y
evocador del antiguo régimen de “soberano”, como a Luis XIV, y
lo que resulta es que es soberanamente necio si no comprende que con
ese pomposo y rocambolesco halago de oropel y purpurina le están
engañando los que se dedican profesionalmente a la política, es decir
los demagogos profesionales, para que los invista no ya de un poder divino
sino para que los revista de un mandato popular, que es lo mismo pero en versión laica, como representantes vicarios de su voluntad en
la teatrocracia del mundo, y para que ellos puedan ser sus modernos dictatores o déspotas de una ilustración
que fundamenta su dominio absolutista en el nombre del pueblo y de su espíritu santo.
Conviene
recordar, hoy que tan habituados estamos a las elecciones
democráticas, que en la Atenas democrática de Periclés, cuna de la
democracia, los cargos de gobierno o puestos de responsabilidad
política no eran electivos, sino que se otorgaban por sorteo (como
se hace entre nosotros en algunas comunidades de vecinos). Un
filósofo de la talla de Aristóteles sostuvo que eso era lo
más democrático: el sorteo crea democracia, mientras que la
elección genera oligarquía (el gobierno -arquía- de unos
pocos -oligo-, los representantes, sobre la mayoría de sus
representados).
"Y
afirmo, por ejemplo, que parece ser democrático que los cargos se
den por sorteo, y oligárquico que por elección" (Aristóteles,
Política, 1294b 8ss).
En la democracia directa
ateniense, el poder de decisión no estaba en representantes o
gobernantes, sino en el conjunto de los ciudadanos, por lo que no
había partidos políticos ni listas cerradas, sino una amplia
asamblea. No había elecciones cada cuatro años, sino una constante
implicación de los ciudadanos en la toma de decisiones.
La
paradoja democrática reside en que los gobernantes son elegidos por los
gobernados, lo que a veces se llama la sociedad civil, para que
gobiernen en su nombre, pero una vez en el
poder se erigen en dueños y señores del electorado que los
encumbró, gobiernan con su consentimiento, bajo el trampantojo de la
representatividad, que no es más que una coartada, porque la
“representación” es imposible. Son muchas las sugerencias de la
palabra representar, pero quizá la más interesante sea la siguiente, que
da idea de la irresponsabilidad que supone su aceptación: “sustituir
a alguien o hacer sus veces desempeñando su función”.
Y viceversa: Las dictaduras sólo funcionan bien en las democracias.