Hace bien Juan Manuel de Prada en su artículo Totalitarismo democrático, publicado en Animales de compañía XLSemanal el 2 de febrero de 2025, cuando añade al sustantivo 'totalitarismo' el adjetivo 'democrático', dado que lo primero, como bien dice, no es lo mismo que tiranía, autocracia o dictadura, y lo segundo, democracia, -alguien debe recordárnoslo- no es lo mismo que libertad, aunque pudiera parecerlo ingenuamente a primera vista.
La democracia es un sistema totalitario porque pretende imponer a la totalidad de los súbditos o ciudadanos la opinión configurada y conformada -opinión pública- de la mayoría, para lo que es requisito imprescindible configurarla a través del sufragio universal, lo que en rigor es imposible porque no hay todo que valga y la mayoría por muy mayoritaria que sea no es nunca la totalidad, aunque se la quiera hacer pasar por ella.
Y así, frente a un totalitarismo blando en la forma hay un totalitarismo duro en el fondo “según los dictados del reinado plutocrático mundial”. El totalitarismo blando se explica porque no se hace un ejercicio despótico del poder, sino todo lo contrario. No es el pueblo, siempre gobernado, el que gobierna, sino Pluto, el dios de la riqueza, previamente cegado por Zeus como se ve en la comedia homónima de Aristófanes, lo que explica la desigual distribución de la riqueza. La democracia no es sino el disfraz de la plutocracia, lo que equivale a decir a capitalismo, camuflado bajo el embeleco de que es el pueblo, o la gente como prefieren decir ahora, la que manda, definiéndola como "el gobierno de la gente".
La imposición totalitaria puede servirse (pero no solo puede hacerlo teóricamente, sino que suele de hecho servirse en nuestra actual coyuntura) de formas nada opresivas y, hasta aparentemente liberadoras. De ahí el éxito de su imposición. Pero no hay que olvidar su núcleo duro: Cualquier forma de disidencia con la opinión mayoritaria se ve automáticamente anulada y relegada al ostracismo. El antiguo totalitarismo encarcelaba y hasta ejecutaba a los herejes y disidentes; el actual no necesita cometer tan bárbaros excesos.
En las democracias actuales, sean de izquierdas o de derechas, lo mismo da, se considera que la opinión pública mayoritaria expresada y conformada democráticamente “declara lo que es bueno y malo, justo e injusto, al modo de una religión antropólatra”.
Entre los fenómenos que cita destaca el tercero: “la creación mediante la propaganda de una 'opinión pública' que exige posiciones tajantes” ya sean a favor o en contra de diversos asuntos.
Nunca denunciaremos suficientemente el engaño de la expresión “opinión pública”. Las opiniones no pueden ser públicas, sino privadas y particulares, individuales. Creer que la suma de opiniones individuales puede confirmar una opinión pública, común, es una ingenuidad, algo imposible. Pero precisamente, porque es imposible, el Poder se empeña en lograrlo. Lo único que podemos considerar “público”, en el sentido de que a todos nos es común, es el uso de razón, pero la razón o sentido común se contrapone directamente a la opinión pública, que es una opinión fabricada con ideas que se empoderan con votos individuales que se imponen como si fuera la verdad.
La opinión pública trata de hacer “que el pensamiento renuncie a interrogar la realidad de las cosas”.
Impecable, a la vez que muy sugerente, el análisis que hace De Prada en su artículo.
El testimonio que aporta en su defensa de Alexis de Tocqueville, el mayor apóstol de la democracia, que reproduzco literalmente por su indudable interés, es muy valioso: Describe una «forma de opresión que amenaza a los pueblos democráticos, que no se parecerá en nada a las que la han precedido en el mundo» con estas palabras: «Por encima de ellos [de los ciudadanos] se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga él solo de asegurar sus goces y velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y dulce. Se parecería a la potestad paterna si, como ésta, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no procura, por el contrario, más que fijarlos irrevocablemente en la infancia».
Interesante el concepto de “papá Estado” que esboza De Tocqueville, el cual lejos de preparar a los hombres para la edad viril -se entienda esto como se quiera- los instala definitivamente en la infancia.
La conclusión del artículo es también impecable: Los analistas quieren hacernos creer que la deriva autocrática que conlleva toda democracia se soluciona cambiando de gobierno: nada más lejos de la realidad y la verdad.
Juan Manuel de Prada nos remite, sin hacerlo expresamente, a otro artículo publicado anteriormente el 16 de enero de 2017 titulado Democracia y totalitarismo.
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