En
el monte Athos conviven más de dos mil monjes en sus monasterios
diseminados por la montaña sagrada. No hay allí ninguna mujer ni monja.
La única presencia femenina que se consiente y venera es el ícono de la
Virgen María, madre de Dios y de toda la humanidad.
El
pope de larga barba entreverada de canas, después de persignarse y
besar piadosamente la devota imagen en la iglesia, conduce al visitante,
forzosamente varón, a una cámara secreta donde le asegura que va a ver
un espectáculo al que no está acostumbrado.
En unas toscas estanterías de madera se alinean, en efecto, cientos de calaveras humanas.
-Son
los cráneos de los monjes fallecidos en el Monte Sagrado -le dice al
peregrino. -Llevan escrito su nombre en la frente y la fecha de su
muerte como marca de su singularidad.
El
visitante, que nunca había visto algo así, ni siquiera una sola
calavera hamletiana, no da crédito a sus ojos. El pope enciende una
candela. Después de yacer tres años en el cementerio contiguo, le
explica al peregrino, se desentierran los restos, se separa el cráneo
del resto de la osamenta. Los huesos de piernas y brazos se amontonan en
otras estanterías, todos juntos y entremezclados. A los cráneos se les
quita el polvo. Se lavan con vino tinto, según el eco ancestral de una
costumbre que hunde sus raíces en un rito pagano de la Grecia clásica.
Una
vieja historia cuenta que un monje llamado Macario entró una vez al
osario a media noche con una candela encendida, y pronunció en voz alta:
Χριστός ανέστη (Christós anésti), que en griego significa “Cristo ha
resucitado”. El jubiloso grito resonó entre las mudas calaveras. Parecía
romper con su sordo eco como una ola contra las rocas y escollos de la
realidad que poco a poco va erosionando. Daba testimonio el fraile de
una fe inquebrantable en la resurrección de la carne, y en que aquellos
muertos no estaban muertos del todo, porque la muerte no era un estado
definitivo, sino un tránsito hacia una nueva vida, que era la
verdadera.
Y
todos los huesos entonces, al oír aquellas dos palabras, se removieron
como por arte de magia, crujieron y contestaron al unísono: αληθώς
ανέστη (alithós anésti), que quiere decir: “En verdad, ha resucitado”.
Desde entonces, los creyentes ortodoxos se saludan el Domingo de
Resurrección con esas mismas palabras: "Cristo ha resucitado", dice uno,
y el otro le responde: "En verdad ha resucitado".
El
visitante sale del osario atribulado, pensando que, aunque Cristo no
haya resucitado histórica- y efectivamente nunca, a fuerza de repetir una y
mil veces “Christós anésti” parece que se hace real lo que no es verdad: una mentira que se repite tanto parece así verificarse.
No
hay en efecto ninguna certeza de que Cristo haya regresado al tercer día del reino de
las sombras de la mansión de Hades y triunfado sobre la muerte, pero
todos los años por las mismas fechas de pascua se repite la misma
letanía: Cristo ha resucitado. En verdad ha resucitado.
El peregrino casualmente se llama Χρήστος (Chrístos). Su nombre propio suena igual, aunque se escriba distinto, que Χρίστος, el nombre del Ungido o Elegido, por lo que para evitar confusiones que incurran en la blasfemia religiosa, el nombre del Mesías se acentúa en la última sílaba Χριστός (Christós), mientras que el de nuestro peregrino descreído, que es un nombre de varón muy común en Grecia, se acentúa en la primera .
La
Pascua ortodoxa es una de las festividades religiosas más importantes
del país heleno.
En ella se celebra la resurrección periódicamente anual de Cristo y la
llegada de la primavera, con el paso del invierno al buen tiempo.
La
iglesia cristiana ortodoxa griega, en lugar de centrarse en la pasión y muerte de
Cristo como hace la católica, concede
mayor importancia a la resurrección, por lo que es habitual felicitarse
la Pascua y desearse una feliz resurrección. La palabra griega para "resurrección" es Ανάσταση (anástasi),
compuesta de Ανά “aná, de nuevo” σταση “stási, postura erguida, acción
de estar en pie”.
El
humor del dibujante Arcás nos regala una viñeta preciosa por lo irreverente que resulta de una anónima tumba con una inscripción epigráfica que es toda una
declaración jurada. La lápida dice que si existe la resurrección de los muertos, el
declarante expresa su deseo de renunciar a ella y por lo tanto no quiere
ser reanimado.