L E C T U R A S

lunes, 5 de mayo de 2025

Ser y parecer

    Guy Debord encabeza el primer capítulo de su obra 'La sociedad del espectáculo' (1967) con una cita muy significativa del autor alemán Ludwig Feuerbach, entresacada del prefacio de la segunda edición de “La esencia del Cristianismo” (1841), con la que describe magistralmente nuestra época con los siguientes rasgos: “sin duda nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser… lo que es ‘sagrado’ para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad. Mejor aún: lo sagrado aumenta a sus ojos a medida que disminuye la verdad y crece la ilusión, hasta el punto de que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado”.
 
    Esta descripción me trajo enseguida a la memoria la que hace el historiador romano Salustio de Catón en La conjuración de Catilina, donde compara a dos personajes históricos contraponiendo a Julio César, prototipo del hombre moderno de nuestra época, y a Catón, chapado a la antigua. Ambos persiguieron la gloria, pero esta no suponía lo mismo para el uno que para el otro. 
 
    De Catón escribe precisamente una frase que se ha hecho proverbial: prefería ser bueno que parecerlo (“esse quam uideri bonus malebat”), con lo que daba a entender que César, a diferencia suya, prefería parecer bueno que serlo. 
 
 
    “La causa vencedora —nos dirá Lucano en un verso inmortal— plugo a los dioses, pero la vencida a Catón.” Ve nuestro Unamuno a Catón, por su parte, como una suerte de Don Quijote romano y pagano, que supo desafiar al destino. Catón es el auténtico héroe de la Farsalia, el poema épico de Lucano; Catón de Útica, quien, según Unamuno, 'se suicidó por no rendirse al cesarismo, al estatismo'. 
 
    Hay un verso proverbial (VII, 350) que dice: Causa iubet melior superos sperare secundos: 'El servir a la causa mejor nos exige esperar que los dioses del cielo nos sean favorables'. Vana esperanza. La batalla de Farsalia echará por tierra la llamada 'mística de la victoria' que aseguraba que los que vencían eran los mejores y que los vencedores gozaban del favor de los dioses. En la batalla de Farsalia sucederá lo contrario, ganarán los que defendían la peor causa, el cesarismo, el estatismo, el fajismo, y por ser los vencedores, no los mejores, gozarán del favor de los dioses inmortales, o lo que es lo mismo, de la Historia Universal. 
 
    ¿Y César? -Se pregunta Unamuno-. ¿O sea el Estado, el Estado todopoderoso y absorbente? César necesita enemigos para ejercer su actividad guerrera, le daña el que le falten enemigos —“sic hostes mihi desse nocet” (III, 364)—, y así, cuando no los encuentra los inventa, u hostiga a los resignados a que se le rebelen. Duro trance cuando se nos rinde a primeras aquel contra quien vamos. Hay que provocarle a que nos provoque. Y acudir luego a una ley de supuesta defensa para poder alegar defensa propia. 

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